Nació en Gálata
barrio de Karaköy en Estambul, el 30 de octubre de 1762 y murió en Paris, el 25
de julio de 1794, a la edad de 31 años. Hijo de Louis Chénier, comerciante y
cónsul de Constantinopla y Marruecos; y de Elizabeth. Tuvo un hermano de nombre
Marie Joseph (político y escritor). Estudió en el colegio Navarra de Paris.
Acompañado de su hermano, incursiona en el mundo literario en el salón
literario de su señora madre, que se jactaba de sus orígenes griegos. A ese salón
literario lo visitaba los intelectuales más conocidos de ese momento como el
poeta Lebrun-Pindare, el químico Lavoisier, el escritor Dorat, el compositor
Lesueur, el pintor Jacques-Louis David.
Aún en su
adolescencia, compuso elegías. En 1783 pasó efímeramente por el regimiento de
Estrasburgo como cadete. Fue ejecutado durante el período de terror de la
Revolución Francesa acusado de crimen contra el estado.
Fue un poeta clásico,
sensual y emotivo; uno de los precursores del Romanticismo. La vida del poeta
inspiró el libreto de la ópera del compositor Umberto Giordano; y la novela “La
Historia de dos ciudades” de Charles Dickens.
En la biblioteca
virtual Miguel de Cervantes, www.cervantesvirtual.com,
hay un artículo que titula: EL LIRISMO EN LA POESIA FRANCESA por Emilio Pardo
Bazán, lo transcribo totalmente sobre el poeta, porque es exactamente lo que se
visualiza, cuando se estudia a André Chénier:
“He
aquí, a Andrés Chénier, que habiendo tropezado con el Terror, y perdido la
cabeza en el tropiezo, estuvo a pique de perder también la gloria, de quedar
sumido en la penumbra. Andrés Chénier fue guillotinado en 1794, y hasta 1819 no
se publican en volumen sus poesías, difícilmente salvadas y reunidas por manos
amigas.
Con motivo de Andrés Chénier, y en mis lecciones en
la Escuela de Estudios superiores del Ateneo, me atreví, hace bastantes años, a
disentir del dictamen de Menéndez y Pelayo, que le considera como uno de los
precursores del romanticismo. Después, en publicaciones de fecha posterior a
este incidente, pude ver que críticos franceses de autoridad pensaban de
Chénier lo mismo que yo; claro es, y huelga decirlo, que no porque se hubiesen
enterado de mi opinión, cosa imposible; ni aun se habían impreso mis
conferencias (de las cuales hice luego dos ediciones sucesivas). Lejos de
parecerme un precursor romántico el autor del Oaristis, me parecía el último clásico, si esta palabra no se
toma en un sentido estrecho y de escuela. Y hoy, confirmada en mi -135- primera
impresión por más extensas y detenidas lecturas, lejos de situar a Chénier
entre los precursores del romanticismo, creo, al contrario, que fue el poeta
verdadero del siglo XVIII, aunque su época azarosa no le reconociese.
Andrés Chénier nació en 1762, en Constantinopla, y
fue guillotinado en 1794: no vivió, pues, más que treinta y un años, y puede
decirse de él, sin faltar a la exactitud del lenguaje, que murió cuando podía
dar mucho de sí; que es un poeta malogrado. Los críticos franceses, al indagar
la razón de que sea incluido entre los precursores románticos, encuentran,
entre otras, la de que el drama de su vida le prestó aureola de cisne inmolado,
que exhala sus últimos cantos armoniosos en la agonía. El elemento romántico de
Chénier era haber sido llevado al cadalso desde la prisión donde gemía también
aquella joven cautiva,
aquella señorita de Coigny, cantada en sus postreras estrofas. Mas el
romanticismo no está en la vida, sino en la obra, y aun en la vida, Chénier no
es un romántico, sino, lo mismo que en sus versos, un pagano, caracterizado
perfectamente. Los jacobinos le arrastraron al patíbulo, porque era enemigo
político suyo, el «ciudadano Chénier», que había entonado un himno a Carlota
Corday, y se había mofado de las teatrales exequias de Marat. Odiosa fue la
muerte dada al poeta, pero con menos motivo, y hasta sin ninguno, perecieron
entonces no pocos. Chénier era -136- hombre de valor, y su espíritu de
justicia protestó contra los excesos y la ferocidad de los terroristas; ni un
momento cesó de condenarlos, con valor cívico nunca desmentido, hasta el último
momento; esta aureola, digna de un Catón, es la que rodea su frente, en lugar
del nimbo de romanticismo melancólico con que le han querido adornar. Si bien
se mira, la actitud clásica de Chénier ante la libertad manchada por el crimen,
es más hermosa que ninguna; y hay en ella poesía, directamente venida de la
antigüedad que le había amamantado. Unos versos de Chénier, escritos en la
prisión de San Lázaro, son particularmente expresivos, y le muestran empapado
de la idea de que, según van las cosas, es necesaria, es estética su muerte.
Con viva imagen, se compara al carnero sacrificado entre otros mil, y, olvidado
en la carnicería, para ser servido, destilando sangre, al pueblo rey. Y
volviéndose a sus amigos, después de agradecer que al través de las rejas le
hayan dicho una palabra cariñosa, exclama: «Ya que todo es precipicio, vivid,
amigos míos; vivid contentos, no penséis en seguirme. También yo, alguna vez,
he apartado la mirada distraída del aspecto del infortunio. Mi desdicha, hoy,
sería importunidad. Vivid en paz, amigos míos».
Así la poesía y el carácter de Andrés Chénier se
identifican, y el soplo de antigüedad heroica, sublime, que encontramos en sus
versos, no cesa de animar los actos de un hombre que no tembló, que no
transigió con la bajeza, la crueldad y la iniquidad, y que lo pagó con su
cuello. Actitud más noble, no la conoció el romanticismo.
Por la índole de su poesía, y más aún, por sus aspiraciones, Chénier
pudiera considerarse precursor, si no de los románticos puros, de otra escuela
que nació de la evolución del romanticismo: la del arte por el arte. No otra
cosa pudiera significar aquella meditación suya sobre «las causas y los efectos
de la perfección y la decadencia de la literatura» y aquella esperanza de «ver
renacer las buenas disciplinas». Esta idea de perfección, de buenas disciplinas,
este afán de acopiar «oro y seda» para sus versos, son estética, pero no
estética genuinamente romántica. Chénier no reclama la libertad tumultuaria,
como los románticos, sino que vuelve a las fuentes del helenismo; sostiene la
división de los géneros, y el respeto a sus límites; y sólo por esto se aparta
ya a formidable distancia de los románticos. Su fuerte culto de la belleza
hubiese rechazado, en el arte, los elementos complejos, lo feo, lo grotesco,
que aclimató Víctor Hugo.
Es decir, que, por su ideal poético, Chénier no se
confunde con los románticos ni un instante; y, por su mentalidad, pertenece del
todo al siglo XVIII, hasta en los resabios y amaneramientos que cada época
imprime a los hombres que mejor han de encarnarla. El espíritu de la Enciclopedia
está difundido por las venas de aquel hombre que, como dijo Chenedollé, era
«ateo con delicia». Como a tantos de su generación, la fe le parecía un
conjunto de supersticiones, y los sacerdotes, embaucadores de oficio. Grande
hubiese sido su asombro al presenciar el renacimiento religioso, que ya era
inminente, que la Revolución -138- apresura. Sin embargo, debo hacer
restricción, fundada en un curioso pasaje del fragmento de poema sobre la Superstición, en que sin ironía, al
contrario, Chénier llama a Cristo «cordero sin mancilla, Dios salvador del
hombre» y al Sacramento «cuerpo sagrado, celeste manjar». Si hay en ello algo
más que retórica, lo sabrá quien saberlo puede. Yo me limito a notar el detalle
extraño.
Así, pues, los pensamientos nuevos que quería
Chénier traducir en versos antiguos, el vino nuevo que quería encerrar en
viejas ánforas, era el espíritu del siglo en que le tocó vivir. Entre Grecia y
la Enciclopedia, y, acoplando estos dos elementos, está Andrés Chénier.
Y en esto se distingue de los demás de su tiempo,
que procedían, en su clasicismo, del Renacimiento en sus fuentes latinas. Si
Chénier nace diez años antes, y tiene tiempo de desenvolverse plenamente, el
siglo XVIII hubiese poseído, por lo menos, un gran poeta en verso; y se hubiese
redimido de la mancha de esterilidad que tanto se le ha echado en cara.
En muchos respectos, no sólo no es un precursor
romántico Andrés Chénier, sino que pudiera ponérsele en contraste con los
románticos que se acercan, Chateaubriand, Lamartine. «El arte antiguo -viene a
decir un crítico de fina percepción, Pablo Albert- es ante todo medida,
sobriedad, proporciones exquisitas, limpidez transparente. Por estos dones el
ideal griego se impuso al gusto y a la fantasía de Andrés Chénier, mente nítida
y clara, nada flotante, que aborrece -139- la
vaguedad; enamorado de la perfección, y que, sin impaciencia de producir,
corregía y pulía incesantemente. Chénier es un puro pagano. Devolvámosle al
siglo XVIII, pero aislémosle en él».
Y le aísla, en efecto, algo que no dudo en llamar
el genio, esa chispa de fuego, que no encuentro en ningún poeta de sus
contemporáneos. Genial es, en Chénier, medio griego de raza, pues griega era su
madre, la originalidad de haber remontado desde el primer instante, la corriente
del clasicismo, para llegar a la antigüedad, en su manantial helénico, en su
propio surgidero.
Cuando murió quedaron de él algunos poemas
esparcidos, como capiteles rotos que atestiguan la existencia de un templo
apolíneo; sus poesías andaban dispersas en varias manos; las carteras que
contenían su colección se perdieron al ingresar en la cárcel el poeta; un
sinnúmero de dificultades estorbaron la publicación, que, como sabemos, no se
realizó hasta veinticinco años después.
La musa de Chénier no afectó emoción, era noble y
estética, pero no elegíaca; sus acentos son de bronce; no hay poesía más
enérgica que su canto a la Revolución triunfante; nada más artísticamente
pagano y profano que el Oaristis;
nada más penetrado del culto sacro del numen que en El ciego; nada más expresivo
que La libertad,
significada en el joven pastor a quien no interesa la vida porque es esclavo;
pero, dentro de la clásica sencillez, la ternura aparece en el bello poema
del Joven enfermo, menos
sentido que el otro, tan diferente, en que Heine nos cuenta cómo la madre pide
a la Virgen que cure el corazón de su -140- hijo.
Sentimiento contenido y sobrio lo encontramos en La joven Tarentina y en Inais, poemitas cuyo fondo es el mismo de la Rosa, de Malherbe: la juventud sorprendida
por la muerte, la melancolía de la flor cortada tan temprana. Hay, entre las
poesías de Chénier, una, no de las mejores, titulada La lámpara, que sería curioso
comparar a las Noches, de
Alfredo de Musset; su asunto es el mismo: un desengaño, una traición femenina;
veríamos entonces qué camino ha recorrido el tema lírico desde el siglo XVIII
al XIX. Poemas de sentimiento, de Chénier, son las dos bellas elegías, escritas
en la prisión y dedicadas ambas a la señorita de Coigny, la joven cautiva, que no quería morir
aún, y por quien el poeta no quería morir tampoco. Sea o no auténtica la
leyenda que se basa en estas elegías, su encanto de tristeza reprimida, sobria,
me parece intensísimo.
El mismo atractivo de cosa vivida, real, tienen los
mismas versos en que Chénier espera la muerte sin fanfarronería (ya en otro
tiempo había confesado serenamente su apego a la vida), pero sin miedo cobarde.
Lo que siente, lo que deplora, es morir sin vaciar su caja, sin atravesar con
sus dardos, sin patear en su fango mismo a esos verdugos emborronadores de
leyes, esos tiranos que degüellan a la patria, y sin derramar la hiel y la
bilis de su cólera contra los perversos. Momentos antes de salir para el
suplicio, Chénier describe en versos hermosos y límpidos el terrible instante,
y el poema ha quedado incompleto, porque, en efecto, antes que la hora haya
recorrido los sesenta pasos que limitan su ruta, el mensajero de muerte,
-141- el negro reclutador de sombras, llenó
con el nombre del poeta los largos pasillos tenebrosos de la cárcel. No hay
acaso un documento literario más palpitante de verdad en toda la literatura
francesa; a su lado, parece ficticia la poesía romántica.
Alfredo le Vigny decía que se sentía consolado de
la muerte de Andrés Chénier, sabiendo que el mundo que se llevaba a la tumba, y
por el cual exclamaba, hiriéndose la frente, « ¡Aquí hay algo!», era un poemazo
interminable, y que la Providencia, al ver que Chénier desmerecería, le puso
punto final. En efecto, ese poema de Hermes, que dejó en apuntes y fragmentos, nos revela a un Andrés
Chénier que, no siendo ya un artista puro, quiere versificar las ideas de su
siglo, o al menos aquellas que aparecen dominándolo y caracterizándolo. Igual
propósito puede observarse en bastantes prosistas y poetas de aquella centuria,
hasta en Delille. Un poema sobre la «naturaleza de las cosas», una empresa
enciclopédica, estaba en el aire. Pero ninguno de los que se lo propusieron era
un Lucrecio: no lo era Buffon, no lo era Fontanes, no lo era ni el mismo Andrés
Chénier. Este plan del poema interminable, que ha de tentar a Lamartine, a
Quinet, a Víctor Hugo, lleva consigo el fracaso.
Según los planes que se han conservado, Chénier
seguía el mismo camino que Delille, en sus Tres reinos. Iba a engolfarse en la poesía descriptiva y
científica, atiborrada de fisiología, química y física, y donde los «átomos de
vida» desempeñan principal papel. Y, al pintar el origen de las religiones,
quería, como buen discípulo de los -142- enciclopedistas, mostrar una vasta
superchería, un complot fraguado en los templos para engañar al género humano.
Con estos materiales pensó fundir campanas rivales del trueno, y a nosotros nos
hubiese alcanzado el tañido, porque nos ponía como digan dueñas por lo que en
América nos atrevimos a hacer.
Si es problemático que Hermes añadiese nada a la gloria de Chénier, en cambio,
como poeta lírico, hay que saludar en él a un ejemplar único en el período en
que apareció, y convenir con Sainte Beuve en que debe aplicársele la profecía
de Lebrun, (a quien su benévola generación llamó Lebrun-Píndaro), y que se
expresaba así, en un discurso sobre Tibulo: «Acaso, cuando esto escribo, un
autor, realmente animado del ansia de gloria, desdeñando los éxitos frívolos,
compone en el silencio de su gabinete una obra realmente inmortal, de la cual
hablará el porvenir». El año anterior a la predicción, había nacido Andrés
Chénier.
Antes de cerrar este estudio sobre Chénier,
recordaré que se ha dicho con insistencia que sus versos fueron retocados y
hasta fabricados en gran parte por Enrique de la Touche (que, por cierto, no se
llamaba Enrique, sino Jacinto). Este literato fue el que en 1819 hubo de
revisar y preparar para la publicación las obras de Andrés Chénier. Que
modificó y aun adicionó aquellas poesías póstumas del vate guillotinado, es
cosa que nadie niega: la discusión versa únicamente sobre la cantidad e
importancia de esas adiciones.
Lo que dio cuerpo a la suposición de que hubiese
-143- en las poesías de Chénier mucho de
Latouche, fue: en primer término, el haber dicho José Chénier que existía muy
poco publicable en los manuscritos de su hermano; el haberse hecho eco
Béranger, que no era maldiciente, de esta versión; y por último, la conocida
habilidad de Latouche para el pasticcio o
imitación literaria, en la cual se ejercitó, publicando como de otros autores,
y algunos célebres, trabajos suyos. Lo más importante que se le atribuye como
colaborador (otros han dicho inventor), de Andrés Chénier, es la paternidad
completa de la famosa composición que interrumpe la llegada de la carreta
fatal. «No comprendo -dice Béranger- cómo esto no lo han visto los que juzgan a
sangre fría la obra de Chénier».
Latouche no logró nunca extensa fama, y sería por cierta
extraña cosa que mereciese la celebridad por una superchería. Aun cuando nadie
niega que haya limado, corregido, y hasta variado no poco en la colección
póstuma de Chénier, la realidad de las aserciones contradictorias será de
difícil depuración, y la discusión acerca de este punto de Historia Literaria,
se renovará periódicamente. Con otros muchos sucede lo mismo, y serán enigmas
perpetuos.
Las Obras
completas de Andrés Chénier vieron la luz en París, 1819; edición
Beaudoin hermanos. En 1826 se publicaron las Obras póstumas, en París, editor Guillaume. En 1833 se
publicaron lasPóstumas e inéditas,
dos volúmenes, de Charpentier y Renduel. En 1840, editor Gosselin, se
publicaron sus obras en prosa y su proceso. En -144- 1862 y
luego en 1872, vieron la luz dos ediciones de la crítica, de Becq de
Fouquiéres. Aun pudiera registrarse otras ediciones, posteriores. Y para
consultar acerca de Andrés Chénier, vean los Retratos literarios y contemporáneos, de Sainte Beuve; las Cartas griegas de Madama Chénier, y
estudio sobre su vida, por R. de Bonniéres, París, 1879; O. de Vallée, Andrés Chénier y los jacobinos,
París, 1881; Faguet, El siglo
XVIII y Andrés Chénier, París, sin fecha; y la edición de clásicos
populares, Andrés Chénier,
por Pablo Morillot.
Téngase en cuenta que la mayor parte de los
escritos de Chénier se ha perdido, y que existen muchos papeles suyos
depositados en la Biblioteca Nacional de París, y que no han sido comunicados
todavía.”
André Chénier, como secretario de la
Embajada Francesa en Londres, desarrolló toda su vena literaria; conoció la
nobleza inglesa, la cual no le agradó. Se empieza a verter sobre él, sus
principios y sentimientos revolucionarios; al regresar a Paris en 1790, se
adhiere a la revolución y cae a la “Época del Terror” estimulada por Jean Paul
Marat y liderada por Maximilien de Roberspierre, líder de los jacobinos, a
quien Chénier criticó en sus artículos para Le Moniteur. Artículos que
motivaron su encarcelamiento en la prisión de San Lázaro en 1794 bajo los
cargos de traición a la Revolución. En la cárcel conoce a Anne Francoise de
Coigny, quien se convirtió en la musa inspiradora de gran parte de la poesía
que escribiera en el presidio o cautiverio. Ahí nace “Le Jeune Captive” (La
Joven Cautiva), es la expresión de la desesperación ante la inminente condena
de muerte. Luigi Illica se inspiró en este tema para escribir las letras del
aria final del poeta en la ópera (Come un bel di Maggio)
He tomado de traducciones poéticas dos
poemas traducidos por Miguel Antonio Caro, excelente traductor, que a más de
ser escritor, es uno de los grandes filólogos y políticos colombiano. Digo esto
porque me encontré en la Internet la poesía en francés de “La joven Tarentina”
con una traducción al español poco encantadora; más sin embargo, también la
enseño. El lector dirá la última palabra:
Y hoz no la toca impaciente,
Y el pámpano en la ladera La estación disfruta entera Que el cielo le concedió. También soy bella, estoy joven; No es tiempo de que me roben La vida; y aunque mis ojos Sólo ven ruinas y abrojos, Aun no quiero morir yo. Arrostre el estoico fuerte Con faz enjuta la muerte:
Yo,
mujer, lloro y espero;
Si vendaval sopla fiero, Me encojo, y cubro mi sien. Si horas hay de amargo llanto, Otras son tan dulces, ¡tanto! ¿Qué bien no tuvo sus penas? Ondas que duermen serenas Guardan borrascas también. Breve trecho andado queda De esta frondosa arboleda Del camino de mi vida; ¡Tan distante la salida Que aun no se descubre allá! Al festín en este instante Sentada, el labio anhelante. Entre la festiva tropa, Apenas llegué á la copa Que en mis manos llena está. Hoy luce mi primavera; Cual astro que su carrera Consuma, y llega á su ocaso, Quiero gozar, paso á paso. De todo lo por venir. Hoy es mi primer mañana; Yo flor esbelta y lozana, De que el jardín hace alarde, Ver de mi vida la tarde Quiero, y entonces morir.
Así
se queja y suspira
Cautiva joven que mira El amago de la muerte, Y mientras llora su suerte, Torna mi lira á soñar. Cautivo, postrado, mudo, El desaliento sacudo, Y vierto en medido canto Aquel candoroso llanto, Aquel dulce lamentar. |
¡Oh pórticos! ¡Oh mármoles
vivientes!
¡Oh bosques de Versalles! ¡Sitios más deleitosos y rientes Que los Elíseos valles!
Los dioses y los reyes á porfía,
Recinto almo y sereno, Tesoros de hermosura y lozanía Vertieron en tu seno. Frescura, al verte, y suavidad recibe El pensamiento mío, Y como hierba lánguida revive A quien bañó el rocío. No anhelo de París la varia escena: Quiero ver á mis Lares Bajo tu sombra reposar amena En rústicos hogares,
De donde al campo, yo, circunvecino
Llevar tranquilo pueda Los pasos, estrechándome el camino Tresdoblada alameda. ¿Dónde están de ciudad armipotente Las regias maravillas ?.... Regalas tú con aromado ambiente, Con trofeos no brillas. El apacible sueño, el manso olvido, El estudio y el arte, Castas divinidades, han venido Por suyo á consagrarte. ¡Ay! ociosa indolencia me devora, Y cosechar no intento El fruto sazonado que elabora Activo entendimiento. Consumido de tedio me abandono; Ni gárrula alabanza, Ni públicos favores ambiciono; Ha muerto la esperanza. Y sólo ya la sombra taciturna Dulce parece á un alma Desengañada; la quietud nocturna, La solitaria calma. Si es vivir mi destino, en paz profunda Calladamente viva;
Cebe amor de mi antorcha
moribunda
La llama fugitiva. Amo, ¡oh placer! Y tú, rincón florido, Aquella imagen pura Conoces; aquel nombre tú has oído De inefable dulzura, Que á tu silencio tímido confío Cuando de tarde vengo, Y en pensar que la he visto me extasío O que de verla tengo. Si por ella mi labio amor suspira, Tus umbríos boscajes En ecos dignos de celeste lira La ofrendan homenajes. Por ella la onda sacra de armonías Que tierra y cielo inunda, Hoy de mis labios como en otros días Torna á correr fecunda. ¡Oh! si el que ama el honor y la justicia, Cuando el malvado impera De olvidar y vivir á la delicia El pecho abrir pudiera, Tu silencio, Versalles, tus risueños Asilos de verdura, Nido fueran de cándidos ensueños Y de perenne holgura.
Mas tus alegres ámbitos, el verde
Césped, la fresca gruta, Todo sus galas ¡ay! súbito pierde Y á mis ojos se enluta; ¡Y de un pueblo inocente, acuchillado Por tribunal sangriento, Pasar veo delante el no vengado Espectro macilento! |
La jeune Tarentine
Pleurez, doux alcyons, ô vous, oiseaux sacrés,
Oiseaux chers à Thétis, doux alcyons, pleurez.
Elle a vécu, Myrto, la jeune Tarentine.
Un vaisseau la portait aux bords de Camarine. Là l'hymen, les chansons, les flûtes, lentement, Devaient la reconduire au seuil de son amant. Une clef vigilante a pour cette journée Dans le cèdre enfermé sa robe d'hyménée Et l'or dont au festin ses bras seraient parés Et pour ses blonds cheveux les parfums préparés. Mais, seule sur la proue, invoquant les étoiles, Le vent impétueux qui soufflait dans les voiles L'enveloppe. Étonnée, et loin des matelots, Elle crie, elle tombe, elle est au sein des flots.
Elle est au sein des flots, la jeune Tarentine.
Son beau corps a roulé sous la vague marine. Thétis, les yeux en pleurs, dans le creux d'un rocher Aux monstres dévorants eut soin de la cacher. Par ses ordres bientôt les belles Néréides
L'élèvent au-dessus des demeures humides,
Le portent au rivage, et dans ce monument L'ont, au cap du Zéphir, déposé mollement. Puis de loin à grands cris appelant leurs compagnes, Et les Nymphes des bois, des sources, des montagnes, Toutes frappant leur sein et traînant un long deuil, Répétèrent : « hélas ! » autour de son cercueil.
Hélas ! chez ton amant tu n'es point ramenée.
Tu n'as point revêtu ta robe d'hyménée.
L'or autour de tes bras n'a point serré de nœuds. Les doux parfums n'ont point coulé sur tes cheveux. |
La joven tarentina
Llorad, dulces alciones, oh pájaros sagrados,
Llorad, dulces alciones, de Thetis bien amados.
Supo Myrto de vida, la joven tarentina.
Llevábala la nave a playas camarinas.
Lentamente himeneo, canciones, la sonante
Flauta conducirla debíanla a su amante.
La llave vigilante guardó hasta ese momento
En el cofre de cedro su ajuar de casamiento,
Y el oro que habría sus brazos adornado
Y para los cabellos aromas preparados.
Pero, sola en la proa, invocando a los cielos,
El impetuoso viento que echa velas al vuelo,
La envuelve. De repente se ha quedado sola,
Y grita y cae y se hunde en el seno de las olas.
Al seno de las olas la joven tarentina.
Su bello cuerpo cubre la hondonada marina.
En hoyos pétreos Thetis no cesa de llorarla,
De monstruos voraces se apresura a ocultarla.
A sus órdenes pronto las Nereidas ornadas
La elevan por encima de húmedas moradas,
Y en ese monumento cercano a la ribera
La dejan dulcemente, del Céfiro a la vera.
Después a grandes gritos llaman a sus hermanas,
Y ninfas de los bosques, de riscos, de fontanas,
Golpeándose los senos, un gran luto llevando,
Un “¡ay!” en torno suyo repiten sollozando.
¡Ay, ay! Hasta tu amante ya no serás llevada
Y no tendrás las galas que visten las casadas.
El oro no dará a tus brazos sus destellos,
Ni pregnarán los dulces perfumes tus cabellos.
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