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sábado, 30 de noviembre de 2013

GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER

Es el seudónimo con el que se le conoce al poeta Español Gustavo Adolfo Domínguez Bastida; nacido en Sevilla, 17 de febrero de 1836; y muerto en Madrid en 1870. Hijo y hermano de pintores costumbristas,  otra de las manifestaciones de la poesía.

Huérfano a la edad de los diez años, de padre y de madre. En Sevilla paso su adolescencia en donde estudio humanidades y pintura en el colegio San Antonio Abad; luego pasó al colegio de San Telmo. Fue su madrina de bautismo quien lo acogió, dándole buena posición. Pronto la dejó y viajó a Madrid en busca de su propia fortuna en el campo de las letras en donde se desenvolvía con facilidad. Sirvió de escribiente en la dirección de Bienes Nacionales; ocupando este puesto, dedicaba horas a dibujar y a raíz de que el Director lo sorprende dibujando escenas de Shakespeare, lo cesa. Esto lo obligó volver a sus artículos literarios y alternar con pinturas al fresco. Trabajó en la oficina de redacción de “El Contemporáneo, aprovechando para escribir sus leyendas y la cartas desde mi celda, nueve en total. En 1862 su hermano Valeriano pasa a vivir con él, Valeriano, fue célebre pintor Sevillano, que le dio más suerte que a su hermano Gustavo con su producción literaria; mientras Gustavo traducía novelas y escribía artículos, Valeriano dibujaba y pintaba a destajo.
 
En 1861 contrajo matrimonio con Casta Esteban, hija de un médico, con la que tuvo tres hijos. El matrimonio nunca fue feliz.
 
En Septiembre de 1870 fallece su hermano Valeriano, y el 22 de diciembre de ese mismo año, lo hace Gustavo Adolfo Bécquer de pulmonía y hepatitis que se convierten en pericarditis

Para Cántico Primaveral, de Gustavo Adolfo aprendió la rima; mientras que de Rubén Darío, la sonoridad. 
Joven Romántica.
Gustavo Adolfo Bécquer
Rimas, dicen algunos biógrafos que están inspiradas en Julia Espín; mientras que otros, dicen que fue Elisa Guillén, es un legado que Gustavo dejó para lúdica de la humanidad. Son setenta y seis poemas, publicación póstuma en 1871, que fue clasificada así: Del 1° al 11, serie de la poesía; del 12 al 29, serie del amor; del 30 al 51, serie del desengaño; y del 52 al 76, serie del dolor y la angustia.

En leyendas escribió: Maese Pérez el organista; Los Ojos Verdes; Las Hojas Secas; y La Rosa de Pasión.

Esbozos y ensayos: La Mujer De Piedra; Un Drama; La Noche De Difuntos; y El Aderezo De Esmeraldas.

Descripciones: La Basílica de Santa Leocalia; Enterramiento de Garcilaso de la Vega; El Solar de la Casa del Cid, entre otras.

Costumbrismo y folclor: La Semana Santa en Toledo; Los Dos Compadres; El Café de Fornos; Las Jugadoras, etc..

En poesía: Volverán las oscuras golondrinas; Porque son niña tus ojos; Yo se de un himno gigante…; Tu pupila es azul; Cerraron tus ojos; Asomaba a tus ojos; Besa el aura…; Cuántas veces al pie…; Olas gigantes; No digáis que agotado…; Del salón en un ángulo…; Los suspiros son aire…

Teatro: La novia y el pantalón; Tal para cual; Las distracciones; entre otras.

Artículos: La soledad; Crítica Literaria; El maestro Herold; las perlas; etc.

Otros textos: 1857, Historia de las Iglesias de España. Texto que no tuvo mucha acogida y solamente se publicó un tomo. 

VOLVERAN LAS OSCURAS GOLONDRINAS 

Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán.

Pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha a contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres...
¡esas... no volverán!

Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar,
y otra vez a la tarde aún más hermosas
sus flores se abrirán.

Pero aquellas, cuajadas de rocío
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer como lágrimas del día...
¡esas... no volverán!

Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón de su profundo sueño
tal vez despertará.

 

MEMORIA DE UN PAVO 

Cuento  
La narrativa es amena, mostrando su prosa con gran habilidad 

No hace mucho que invitado a comer en casa de un amigo, después que sirvieron otros platos confortables, hizo su entrada triunfal el clásico pavo, de rigor durante las Pascuas en toda mesa que se respete un poco y que tenga en algo las antiguas tradiciones y las costumbres de nuestro país.

Ninguno de los presentes al convite, incluso el anfitrión, éramos muy fuertes en el arte de trinchar, razón por la que mentalmente todos debimos coincidir en el elogio del uso últimamente establecido de servir las aves trinchadas. Pero como, sea por respeto al rigorismo de la ceremonia, que en estas solemnidades y para dar a conocer, sin que quede género de duda, que el pavo es pavo, parece exigir que éste salga a la liza en una pieza; sea por un involuntario olvido o por otra causa que no es del caso averiguar, el animalito en cuestión estaba allí íntegro y pidiendo a voces un cuchillo que lo destrozase; me decidí a hacerlo, y poniendo mi esperanza en Dios y mi memoria en el Compendio de Urbanidad que estudié en el colegio, donde, entre otras cosas no menos útiles, me enseñaron algo de este difícil arte, empuñé el trinchante en la una mano, blandí el acero con la otra, y salga lo que saliere, le tiré un golpe furibundo.

El cuchillo penetró hasta las más recónditas regiones del ya implume bípedo; mas juzguen mis lectores cuál no sería mi sorpresa, al notar que la hoja tropezaba en aquellas interioridades con un cuerpo extraño.

-¿Qué diantre tiene este animal en el cuerpo? -exclamé, con un gesto de asombro e interrogando con la vista al dueño de la casa.

-¿Qué ha de tener? -me contestó mi amigo, con la mayor naturalidad del mundo-. Que está relleno.

-¿Relleno de qué? -proseguí yo, pugnando por descubrir la causa de mi estupefacción-. Por lo visto, debe ser de papeles, pues a juzgar por lo que se toca con el cuchillo, este animal trae un protocolo en el buche.

Los circunstantes rieron a mandíbula batiente mi observación.

Sintiéndome picado de la incredulidad de mis amigos, me apresuré a abrir en canal el pavo, y cuando lo hube conseguido, no sin grandes esfuerzos, dije en son de triunfo, como el Salvador de Santo Tomás:

-Ved y creed.

Había llegado el caso de que los demás participasen de mi asombro. Separadas a uno y otro lado las dos porciones carnosas de la pechuga del ave y rota la armazón de huesos y cartílagos que la sostenían, todos pudimos ver un rollo de papeles ocupando el lugar donde antes se encontraron las entrañas y donde entonces teníamos, hasta cierto punto, derecho a esperar que se encontrase un relleno un poco más gustoso y digerible.

El dueño de la casa frunció el entrecejo. La broma, caso de serlo, no podía venir sino de la parte de la cocinera, y para broma de abajo arriba, preciso era confesar que pasaba de castaño oscuro.

El resto de los circunstantes exclamaron a coro, pasado el primer momento de estupefacción, que lo fue asimismo de silencio profundo:

-Veamos, veamos qué dice en esos papeles.

Los papeles, en efecto, estaban escritos.

Yo, aun a riesgo de mancharme los dedos, pues estaban bastante grasientos, los extraje del sitio en que se encontraban, y aproximándome a la luz de una bujía pude descifrar este manuscrito que hasta hoy he conservado inédito:

Impresiones, notas sueltas
y pensamientos filosóficos de un pavo
destinado a utilizarse
en la redacción de sus Memorias

Ignoro quiénes fueron mis padres, el sitio en que nací y la misión que estoy llamado a realizar en este mundo. No sé, por tanto, de dónde vengo ni adónde voy.

Para mí no existe pasado ni porvenir; de lo que fui no me acuerdo; de lo que seré no me preocupo. Mi existencia, reducida al momento presente, flota en el océano de las cosas creadas como uno de esos átomos luminosos que nadan en el rayo del sol.

Sin que yo, por mi parte, la haya solicitado, ni poder explicarme por dónde me ha venido, me he encontrado con la vida; y como suele decirse que a caballo regalado no hay que mirarle el diente, sin discutirla, sin analizarla, me limito a sacar de ella el mejor partido posible.

Porque la verdad es que en los templados días de primavera, cuando la cabeza se llena de sueños y el corazón de deseos, cuando el sol parece más brillante y el cielo más azul y más profundo; cuando el aire perezoso y tibio vaga a nuestro alrededor cargado de perfumes y de notas de armonías lejanas; cuando se bebe en la atmósfera un dulce y sutil fluido que circula con la sangre y aligera su curso, se siente un no sé qué de diáfano y agradable en uno mismo y en cuanto lo rodea, que no se puede menos de confesar que la vida no es del todo mala.

La mía, a lo menos, es bastante aceptable. En clase de pavo, se entiende.

Aún no clarea la mañana cuando un gallo, compañero de corral, me anuncia que es la hora de salir al campo a procurarme la comida.

Entreabro los soñolientos ojos, sacudo las plumas y héteme aquí calzado y vestido.

Los primeros rayos de sol bajan resbalando por la falda de los montes, doran el humo que sube en azuladas espirales de las rojas chimeneas del lugar, abrillantan las gotas de rocío escondidas entre el césped y relucen como un inquieto punto de luz en los pequeños cascos de vidrio y loza de platos y pucheros rotos que diseminados acá y allá, en el montón de estiércol y basuras a que se dirigen mis pasos, fingen, a la distancia, una brillante constelación de estrellas.

Allí, ora distraído en la persecución de un insecto que huye, se esconde y torna a aparecer, ora revolviendo con el pico la tierra húmeda, entre cuyos terrones aparece de cuando en cuando una apetitosa simiente, dejo transcurrir todo el espacio de tiempo que media entre el alba y la tarde. Cuando llega ésta, un manso ruidito de aguas corrientes me llama al borde del arroyo próximo, donde, al compás de la música del aire, del agua y de las hojas de los álamos, abriendo el abanico de mis oscuras plumas, hago cada idilio a la inocente pava, señora de mis pensamientos, que causarían envidia, a poderlos comprender, no digo a los rústicos gañanes que frecuentan estos contornos, sino a los más pulidos pastores de la propia Galatea.

Tal es mi vida; hoy como ayer, probablemente como hoy.

Repetid esta página tantas veces como días tiene el año y tendréis una exacta idea de la primera parte de mi historia.

La inalterable serenidad de mi vida se ha turbado como el agua de una charca a la que arrojar una piedra.

Una desconocida inquietud se ha apoderado de mi espíritu, y ya va de dos veces que me sorprendo pensando.

Este exceso de actividad de las facultades mentales es causa de una gran perturbación en mi economía orgánica; apenas duermo once horas, y ayer se me indigestó el hueso de un albaricoque.

Yo creí que no habría nada más allá de esas montañas que limitan el horizonte de la aldea. No obstante, he oído decir que vamos a la corte, y que para llegar hasta allí salvaremos esas altísimas barreras de granito que yo creía el límite del mundo. ¡La corte! ¿Cómo será la corte? Pronto saldré de dudas.

Escribo estas líneas en el corral donde me recojo a dormir y aprovechando la última luz del crepúsculo de la tarde. Mañana partimos. Un poco precipitada me parece la marcha. Por fortuna, el arreglo del equipaje no me ha de entretener mucho.

Me he detenido en lo más alto de la cumbre que domina el valle donde viví para contemplar por última vez las bardas del corral paterno.

¡Con cuánta verdad podría llamarse a estas peñas, desde donde envío un postrer adiós a lo que fue mi reino, el suspiro del pavo!

Desde aquí veo la llanura teatro de mis cacerías. Más allá corre el arroyo que al par que apagaba mi sed me ofrecía limpio espejo donde contemplar mi hermosura. Allí vive mi pava; junto a aquel árbol la vi por primera vez. ¡Al pie de ese otro le declaré mi amor!

Las lágrimas me oscurecen la vista y lloro a moco tendido, en toda la extensión de la frase.

¡Parece que al alejarme de estos sitios se me arranca algo del fondo de las entrañas y, a mi pesar, se queda en ellos!

¿Será este extraño afán presentimiento de mi desventura? ¿Será...?

Un cañazo ha interrumpido el hilo de mis reflexiones en este instante.

Hago aquí el punto, de prisa y corriendo, para reunirme a la manada, no sea que se repita la insinuación.

*

Ya estamos en la corte. He necesitado que me lo digan y me lo repitan cien veces para creerlo. ¿Es esto Madrid? ¿Es éste el paraíso que yo soñé en mi aldea? ¡Dios mío! ¡Qué desencanto tan horrible!

El sol llega trabajosamente al fondo de estas calles, cuyas casas parecen castillos; ni un mal jaramago crece entre las descarnadas junturas de los adoquines: aún no ha acabado de caer al suelo la cáscara de una naranja, el troncho de una col, el hueso de un albaricoque, cualquier cosa, en fin, que pueda utilizarse como alimento digerible, cuando ya ha desaparecido sin saber por dónde.

En cada calle hay un tropiezo; en cada esquina, un peligro. Cuando no nos acosa un perro, amenaza aplastarnos un coche o nos arrima un puntillón un pillete.

La caña no se da punto de reposo. Noche y día la tenemos suspendida sobre la cabeza, como una nueva espada de Damocles.

Ya no puedo seguir al azar el camino que mejor me parece, ni detenerme un momento para descansar de las fatigas de este interminable pase. «¡Anda! ¡Anda!», me dice a cada instante nuestro guía, acompañando sus palabras con un cañonazo.

¡Con cuánta más razón que al famoso judío de la leyenda se me podría llamar a mí el pavo errante! ¿Cuándo terminará esta enfadosa y eterna peregrinación?

He perdido lo menos dos libras de carne.

No obstante, a un caballero que se ha parado delante de la manada he conseguido llamarle la atención por gordo. ¡Si me hubiera conocido en mi país y en los días de mi felicidad!

Con ésta va de tres veces que me coge por las patas y me mira y me remira, columpiándome en el aire, dejándome luego, para proseguir en el animado diálogo que sostiene con nuestro conductor.

Por cuarta vez me ha cogido en peso, y, sin duda, ha debido de distraerse con su conversación, pues me ha tenido cabeza abajo más de siete minutos.

El capricho de este buen señor comienza a cargarme.



¿Es esto una pesadilla horrible? ¿Estoy dormido o despierto? ¿Qué pasa por mí?

Ya hace más de un cuarto de hora que trato de sobreponerme al estupor que me embarga y no acierto a conseguirlo.

Me encuentro como si despertara de un sueño angustioso...Y no hay duda. He dormido, o, mejor dicho, me he desmayado.

Tratemos de coordinar las ideas. Comienzo a recordar confusamente lo que me ha pasado. Después de mucha conversación entre nuestro guía y el desconocido personaje, éste me entregó a otro hombre, que me agarró por las patas y se me cargó al hombro.

Quise resistirme, quise gritar al ver que se alejaban mis compañeros; pero la indignación, el dolor y la incómoda postura en que me habían colocado ahogaron la voz en mi garganta. Figuraos cuánto sufriría hasta perderlos de vista.

Luego me sentí llevado al través de muchas calles, hasta que comenzaron a subir unas empinadas escaleras que no parecían tener fin.

A la mitad de esta escala, que podría compararse a la de Jacob por lo larga, aun cuando no bajasen ni subiesen ángeles por ella, perdí el conocimiento.

La sangre, agolpada a la cabeza, debió producirme un principio de congestión cerebral.

Al volver en mí me he hallado envuelto en tinieblas profundas. Poco a poco mis ojos se van acostumbrando a distinguir los objetos de la oscuridad, y he podido ver el sitio en que me encuentro.

Esto debe de ser lo que en Madrid llaman una buhardilla. Trastos viejos, rollos de estera, pabellones de telaraña, constituyen todo el mobiliario de esta tenebrosa estancia, por la que discurren a su sabor algunos ratones.

Por el angosto tragaluz pasa en este instante un furtivo rayo de sol... ¡El sol, el campo, el aire libre! ¡Dios mío, qué tropel de ideas se agolpa en mi mente! ¿Dónde están aquellos días felices? ¿Dónde están aquéllas...?

Me es imposible seguir. Una arpía, turbando mis meditaciones, me ha metido catorce nueces en el buche. Catorce nueces con cáscaras y todo. Figuraos por un momento cuál será mi situación. ¡Y a esto le llaman en este país dar de comer!

*

Lasciati ogni speranza! Han pasado algunos días y se me ha revelado todo lo horrible de mi situación. He visto brillar con un fulgor siniestro el cuchillo que ha de segar mi garganta y he contemplado con terror la cazuela destinada a recibir mi sangre.

Ya oigo los tambores de los chiquillos que redoblan anunciando mi muerte. Mis plumas, estas hermosas plumas con que tantas veces he hecho el abanico, van a ser arrancadas, una a una, y esparcidas al viento como las cenizas de los más monstruosos criminales.

Voy a tener por tumba un estómago, y por epitafio la décima en que pide los aguinaldos un sereno.

Se tu non piangi di che pianger suoli?



Cuando terminé la lectura de este extraño diario, todos estábamos enternecidos. La presencia de la víctima hacía más conmovedora la relación de sus desgracias.

Pero... ¡oh fuerza de la necesidad y la costumbre!, transcurrido el primer momento de estupor y de silencio profundo, nos enjugamos con el pico de la servilleta la lágrima que temblaba suspendida en nuestros párpados y nos comimos el cadáver. 

CARTAS LITERARIAS Á UNA MUJER 

Aquí se coteja la prosa poética de Gustavo Adolfo Bécquer.
Cantico Primaveral invita a leer las cuatro cartas literarias.
Son una obra cumbre de la literatura universal 

I.

En una ocasión me preguntaste: — ¿Qué es la poesía?
¿Te acuerdas? No sé á qué propósito había yo hablado algunos momentos antes de mi pasión por ella.

 ¿Qué es la poesía? me dijiste; y yo, que no soy muy fuerte en esto de las definiciones, te respondí titubeando: la poesía es... es... y sin concluir la frase buscaba inútilmente en mi memoria un término de comparación, que no acertaba á encontrar.

 Tú habías adelantado un poco la cabeza para escuchar mejor mis palabras; los negros rizos de tus cabellos, esos cabellos que tan bien sabes dejar á su antojo, sombrear tu frente con un abandono tan artístico, pendían de tu sien y bajaban rozando tu mejilla hasta descansar en tu seno; en tus pupilas, húmedas y azules como el cielo de la noche, brillaba un punto de luz, y tus labios se entreabrían ligeramente al impulso de una respiración perfumada y suave.

 Mis ojos, que, á efecto sin duda de la turbación que experimentaba, habían errado un instante sin fijarse en ningún sitio, se volvieron instintivamente hacia los tuyos, y exclamé al fin: ¡la poesía... la poesía eres tú!

 ¿Te acuerdas?

 Yo aún tengo presente el gracioso ceño de curiosidad burlada, el acento mezclado de pasión y amargura con que me dijiste: ¿Crees que mi pregunta sólo es hija de una vana curiosidad de mujer?. Te equivocas. Yo deseo saber lo que es la poesía, porque deseo pensar lo que tú piensas, hablar de lo que tú hablas, sentir lo que tú sientes, penetrar, por último, en ese misterioso santuario en donde á veces se refugia tu alma, y cuyo dintel no puede traspasar la mía.

 Cuando llegaba á este punto se interrumpió nuestro diálogo. Ya sabes por qué. Algunos días han trascurrido. Ni tú ni yo lo hemos vuelto á renovar, y sin embargo, por mi parte no he dejado de pensar en él. Tú sientes, sin duda, que la frase con que contesté á tu extraña interrogación equivalía á una evasiva galante.

 ¿Por qué no hablar con franqueza? En aquel momento dí aquella definición porque la sentí, sin saber siquiera si decía un disparate.

 Después lo he pensado mejor, y no dudo al repetirlo. La poesía eres tú. ¿Te sonríes? Tanto peor para los dos. Tu incredulidad nos va á costar, á tí el trabajo de leer un libro, y á mí el de componerlo.

 ¡Un libro! exclamas palideciendo y dejando escapar de tus manos esta carta. No te asustes. Tú lo sabes bien: un libro mío no puede ser muy largo. Erudito, sospecho que tampoco. Insulso, tal vez; mas para tí, escribiéndolo yo, presumo que no lo será, y para tí lo escribo.

 Sobre la poesía no ha dicho nada casi ningún poeta; pero en cambio, hay bastante papel borrado por muchos que no lo son.

 El que la siente se apodera de una idea, la envuelve en una forma, la arroja en el estadio del saber y pasa. Los críticos se lanzan entonces sobre esa forma, la examinan, la disecan, y creen haberla comprendido, cuando han hecho su análisis.

 La disección podrá revelar el mecanismo del cuerpo humano; pero los fenómenos del alma, el secreto de la vida, ¿cómo se estudian en un cadáver?

 No obstante, sobre la poesía se han dado reglas, se han atestado infinidad de volúmenes, se enseña en las Universidades, se discute en los círculos literarios, y se explica en los Ateneos.

 No te extrañes. Un sabio alemán ha tenido la humorada de reducir á notas y encerrar en las cinco líneas de una pauta el misterioso lenguaje de los ruiseñores. Yo, si he de decir la verdad, todavía ignoro qué es lo que voy á hacer; así es que no puedo anunciártelo anticipadamente.

 Solo te diré, para tranquilizarte, que no te inundaré en ese diluvio de términos que pudiéramos llamar facultativos, ni te citaré autores que no conozco, ni sentencias en idiomas que ninguno de los dos entendemos.

 Antes de ahora te lo he dicho. Yo nada sé, nada he estudiado, he leído un poco, he sentido bastante y he pensado mucho, aunque no acertaré á decir si bien ó mal. Como sólo de lo que he sentido y he pensado he de hablarte, te bastará sentir y pensar para comprenderme.

 Herejías históricas, filosóficas y literarias presiento que voy á decir muchas. No importa. Yo no pretendo enseñar á nadie, ni erigirme en autoridad, ni hacer que mi libro se declare de texto.

 Quiero hablarte un poco de literatura, siquiera no sea más que por satisfacer un capricho tuyo; quiero decirte lo que sé de una manera intuitiva, comunicarte mi opinión y tener al menos el gusto de saber que si nos equivocamos, nos equivocamos los dos, lo cual, dicho sea de paso, para nosotros equivale á acertar.

 La poesía eres tú, te he dicho, porque la poesía es el sentimiento, y el sentimiento es la mujer.

 La poesía eres tú, porque esa vaga aspiración á lo bello que la caracteriza, y que es una facultad de la inteligencia en el hombre, en tí pudiera decirse que es un instinto.

 La poesía eres tú, porque el sentimiento que en nosotros es un fenómeno accidental, y pasa como una ráfaga de aire, se halla tan íntimamente unido á tu organización especial, que constituye una parte de tí misma.

 Últimamente, la poesía eres tú, porque tú eres el foco de donde parten sus rayos.

 El genio verdadero tiene algunos atributos extraordinarios, que Balzac llama femeninos, y que efectivamente lo son.

 En la escala de la inteligencia del poeta hay notas que pertenecen á la de la mujer, y éstas son las que expresan la ternura, la pasión y el sentimiento. Yo no sé por qué los poetas y las mujeres no se entienden mejor entre sí. Su manera de sentir tiene tantos puntos de contacto... Quizá por eso... Pero dejemos digresiones y volvamos al asunto.

 Decíamos... ¡ah! sí, hablábamos de la poesía.

 La poesía es en el hombre una cualidad puramente del espíritu; reside en su alma, vive con la vida incorpórea de la idea, y para revelarla necesita darla una forma. Por eso la escribe.

 En la mujer, por el contrario, la poesía está como encarnada en su ser, su aspiración, sus presentimientos, sus pasiones y su destino son poesía: vive, respira, se mueve en una indefinible atmósfera de idealismo que se desprende de ella, como un fluido luminoso y magnético; es, en una palabra, el verbo poético hecho carne.

 Sin embargo, á la mujer se la acusa vulgarmente de prosaísmo. No es extraño: en la mujer es poesía casi todo lo que piensa; pero muy poco de lo que habla. La razón yo la adivino, y tú la sabes.

 Quizá cuanto te he dicho lo habrás encontrado confuso y vago. Tampoco debe maravillarte.

 La poesía es al saber de la humanidad lo que el amor á las otras pasiones.

 El amor es un misterio. Todo en él son fenómenos á cual más inexplicables; todo en él es ilógico; todo en él es vaguedad y absurdo.

 La ambición, la envidia, la avaricia, todas las demás pasiones tienen su explicación y aún su objeto, menos la que fecundiza el sentimiento y lo alimenta.

 Yo, sin embargo, la comprendo; la comprendo por medio de una revelación intensa, confusa é inexplicable.

 Deja esta carta, cierra tus ojos al mundo exterior que te rodea, vuélvelos á tu alma, presta atención á los confusos rumores que se elevan de ella, y acaso lo comprenderás como yo. 

Carta I  —  Carta II  —  Carta III  —  Carta IV

 

 





 




 

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