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sábado, 20 de junio de 2015

A ESCALAR

Deambulando voy con la Humanidad
Observando Los Pasos de la desidia,
Que encuban en las gentes la perfidia,
indicadora de su alacridad  .

Imitando voy con la Humanidad,
¿Cuantas Veces aceptando el remedo:
Del vicio, la Corrupción y el enredo,
Parr Ahí Hallar, la acerbidad?

Me equivoco con la Humanidad,
Pensar Encontrar en El Vicio el cielo;
pues mi alma no Goza de lo terreno

Sino, del etéreo abrevar
Que guardián y acogedor con celo,
el alma a la luz va ... A escalar.

31 de Mayo de 1989 y el 23 de junio de 2014




sábado, 6 de junio de 2015

ALPHONSE DE LAMARTINE

Nace el 21 de octubre de 1790 en Mazon Francia y fallece el 28 de febrero de 1869 en Paris, a la edad de 79 años. De su madre heredó la piedad y de su padre la disciplina, por ser éste, un militar de carrera. Era de familia dela pequeña nobleza provinciana. Su infancia fue libre y solitaria. Se esposó, en 1820, con Mary Ann Elisa Birch, descendencia inglesa, de los cuales hubo dos hijos: Julia y Alphonse.

Cortesano, poeta, diplomático, tribuno, historiador, publicista, pensador, noble y hermoso. Su defensa de la Restauración Borbónica en 1814, lo catapultó en la carrera diplomática Fue secretario de la Embajada francesa en Nápoles desde 1825 hasta 1828; en 1829 fue elegido miembro de la Academia Francesa; diputado en 1833 y 1839; ocupó el cargo de gobernador durante la revolución francesa desde el 24 de febrero al 11 de mayo de 1848, fue ministro de asuntos exteriores a la caída de Luis Felipe de Orleans; como político, en la segunda república francesa, luchó por la abolición de la esclavitud y de la pena de muerte, fomentó derecho al trabajo y programas cortos de capacitación laboral. Apoyó la democracia y el pacifismo, su postura moderada originó el abandono de sus seguidores. Al fracasar en la elección presidencial del 10 de diciembre de 1848, se retira de la política y se dedicó a la literatura en donde avanzó al ápice de la gloria por la composición de sus versos y sus excepcionales representaciones de la naturaleza.

Como poeta:
1820, escribe Meditaciones poéticas.
1823, nuevas meditaciones poéticas.
1830, Armonías poéticas y religiosas.
1836, Jocelyn.
1838, La caída de un ángel.
1839, Los recogimientos.

Como historiador:
Historia de los Girondinos.

Como narrador:
1848, Raphäel.
1852, Graziella. Narra sus vivencias personales. Llevada al cine.

Se dice que es de la escuela romántica, porque perteneció al Salón Literario de 1837, donde habían muchos escritores de este género, entre de los que se destaca Esteban Echavarría.

De sus poemas se destaca Le Lac (El Lago), que describe el amor compartido de una pareja desde el punto de vista del hombre desconsolado. Su periplo de vida lo llevó a la ruindad. Fue influente de Verlaine y los simbolistas.

Frases del poeta:
A menudo el sepulcro encierra, sin saberlo, dos corazones en un mismo ataúd.
Después de la propia sangre, lo mejor que el hombre puede dar de sí mismo es una lágrima.
Un solo ser nos falta y todo está despoblado.
La casualidad nos da casi siempre lo que nunca se nos hubiera ocurrido pedir.
El pasado y el porvenir, esas dos mitades de la vida, una de las cuales dice jamás, y la otra siempre.
Las democracias observan más cuidadosamente las manos que las mentes de quienes gobiernan.
La crítica es la fuerza del impotente.
La guerra no es más que un asesinato en masa, y el asesinato no es progreso.
Sólo el egoísmo y el odio tienen patria. ¡La fraternidad no la tiene!
Cuando el amor ha sido una comedia, forzosamente el matrimonio tiene que derivar en drama.

Del blog de Graciela Mejía González, pude extraer este bello pensamiento:
“Todo hombre que ha sentido, pensado y escrito mucho, si Dios le deja tiempo suficiente, coordinar, corregir, limar y perfeccionar sus obras, para dejar en pos de sí una huella más auténtica y más irreprochable de su paso por el mundo”.

Y de ese mismo blog un apunte realizado en enero de 1861 en Paris, por Anel Karl:
 “El genio es una cruz para los que saben llevarla con valor y resignación hasta la cima de la montaña, se convierte en el árbol sagrado de la gloria, a cuya sombra se duerme el sueño de la inmortalidad”.

Del poeta solamente queda decir, que su existencia fue fecunda y venturosa, pero su vejez, triste y abandonada. En Lamartine se trasluce el dolor como el fondo de la vida.

Poemas: Aislamiento; El lago; El Otoño; El Valle; Meditación sobre los muertos; Milly o la tierra Natal; Tristeza; Vieja Canción Inglesa, etc.

Traducción: Ismael Enrique Arciniega:
Observación del blog cantico primaveral: Las traducciones, pues hay que respetarlas, pero no quiere decir eso, que se esté de acuerdo. La traducción de un poema debe hacerse tratando de conservar la forma como fue escrito en su idioma original, pero matizándole al nuevo idioma. Estos versos están sueltos y no enseñan lo que el poeta quiso decir en su idioma. Si no tengo razón, presento excusas con antelación, pero también solicito que se me corrija si es diferente a lo que digo.

El lago

Así siempre empujados hacia nuevas orillas,
en la noche sin fin que no tiene retorno,
¿no podremos jamás en el mar de los tiempos
echar ancla algún día?

Lago, apenas el año ya concluye su curso
y muy cerca del agua donde yo le di cita,
mira, vengo a sentarme solo sobre esta piedra
donde ayer se sentaba.

Tú bramabas así bajo estas mismas rocas,
te rompías con furia en su herido costado;
así el viento arrojaba tus oleajes de espuma
a sus pies adorados.

Una tarde, ¿te acuerdas?, en silencio bogaba
entre el agua y los cielos a lo lejos se oían
solamente el rumor de los remos golpeando
tu armonioso cristal.

De repente una música que ignoraba la tierra
despertó de la orilla encantada los ecos;
prestó oídos el agua y la voz tan amada
pronunció estas palabras:

«Tiempo, no vueles más. Que las horas propicias
interrumpan su curso.
¡Oh, dejadnos gozar de las breves delicias
de este día tan bello!

Todos los desdichados aquí abajo os imploran:
sed para ellos muy raudas.
Con los días quitadles el mal que les consume;
olvidad al feliz.

Mas en vano yo pido unos instantes más,
ya que el tiempo me huye.
A esta noche repito: "Sé más lenta", y la aurora
ya disipa la noche.

¡Oh, sí, amémonos, pues, y gocemos del tiempo
fugitivo, de prisa!
Para el hombre no hay puerto, no hay orillas del tiempo,
fluye mientras pasamos.»

Tiempo adusto, ¿es posible que estas horas divinas
en que amor nos ofrece sin medida la dicha
de nosotros se alejen con la misma presteza
que los días de llanto?

¿No podremos jamás conservar ni su huella?
¿Para siempre pasados? ¿Por completo perdidos?
Lo que el tiempo nos dio, lo que el tiempo ha borrado,
¿no lo va a devolver?

 
Milly o la tierra natal

¿Por qué, pues, pronunciar ese nombre de patria?
En su exilio brillante se estremece mi pecho
y resuena de lejos en el alma afligida
como lo hacen los pasos o la voz de un amigo.

¡Oh montañas veladas por la niebla de otoño,
valles que entapizaban las escarchas del alba,
sauces cuya corona deshojaba la poda,
viejas torres doradas por el sol de la tarde,

muros negros del tiempo, lomas, cuestas abruptas,
manantial donde van a beber los pastores,
gota a gota esperando aguas raras y límpidas,
con sus urnas dispuestas mientras hablan del día!

Choza que hace brillar el fulgor de la lumbre
y que amaba el viajero por humear a lo lejos,
sólo objetos, ¿o acaso tenéis alma también
que se pega a nuestra alma y a la fuerza de amar?

Yo vi cielos azules cuya noche es sin brumas,
toda de oro hasta el alba bajo un brillo de estrellas
que en su curva infinita redondeaban la cúpula
de cristal que jamás ha empañado algún viento.

Y vi montes cargados de limones y olivas
reflejar en las aguas sus inquietos perfiles;
y en sus valles profundos al impulso del céfiro
balancearse la espiga y la cepa madura;

en los mares que apenas son un leve murmullo
vi del agua luciente la ondulante cintura
apretando y soltando en sus pliegues azules
de sus riscos mellados los contornos inciertos

extenderse en el golfo como mantos de luz,
y blanqueando el escollo con sus flores de espuma
llevar hasta lo lejos de un poniente rojizo
islas» que eran el lecho como de oro del sol;

allí abriéndose a mí me mostraban sin límite
todo un mar infinito donde habita el misterio;
vi las cumbres altivas, cual del aire pirámides,
donde estío fundía el abrigo invernal,

descendiendo en peldaños hasta el fondo de valles
con laderas pobladas por aldeas y frondas,
con picachos y rocas que se yerguen, bajando
en pendientes de hierba para huir deslizándose,

mientras curvas humeantes, con un ruido de trueno
sus torrentes de espuma y sus ríos en polvo,
en sus flancos que son ya de luz ya de sombra,
con oleadas oscuras y con islas radiantes,

se ven valles profundos caros al soñador,
ascendiendo, bajando y ascendiendo otra vez,
y allí desde la raíz de sus amplias murallas,
entre abetos y robles por la tierra esparcidos,

en los lagos o espejos que a su sombra dormitan
dar sus verdes reflejos o su imagen oscura,
y en el tibio azul claro de estas límpidas aguas
ser la nieve un temblor y algo fluido los cerros.

Visité esas orillas y ese albergue divino
que la sombra del vate eligió como tumba,
esos campos que pudo la Sibila-" mostrarle,
y el Elíseo y Cumas; y a pesar de todo eso
no está allí el corazón...

Pero existe también una estéril montaña
que no tiene ni bosques ni hontanares, con una
cumbre humilde minada por la acción de los años,
que por su propio peso día a día se inclina

y que pierde su tierra derramada en barrancos
conservando un boj seco de raíz descarnada,
con roquedos a punto de caer si los pisa
con su pata ligera algún chivo nervioso.

Con el tiempo esos restos al caer han formado
como un cerro que mengua y que va escalonándose
hasta muros que sirven de pared protectora
a unos campos avaros que ha regado el sudor;

unas cepas con brazos que no encuentran sus arces
por la tierra serpean o en la arena se arrastran,
y hay zarzales en donde el zagal de la aldea
coge un fruto olvidado que disputa a los pájaros;

allí ovejas escuálidas de las chozas vecinas
ramonean dejando entre espinos su lana.
Lugar donde la música de las aguas de estío
o el temblor del follaje que sacuden las brisas

o los himnos que entrega el ruiseñor a los aires,
no conmueven el pecho ni el oído seducen,
sino que bajo un cielo que es de bronce perpetuo
la cigarra ensordece con su grito escondido.

Hay en estos desiertos una rústica casa
que recibe tan sólo de este monte la sombra,
con paredes golpeadas por la lluvia y los vientos,
con los musgos antiguos ocultando su edad.

En su umbral pueden verse tres peldaños de piedra
y allí puso el azar de una yedra las raíces
que mezclando cien veces sus enredos de nudos
con sus brazos esconde las injurias del tiempo,

y curvando en un arco sus volutas agrestes
es el único adorno de aquel rústico porche.
Un jardín que desciende por el flanco de un cerro
muestra cara al poniente un sediento arenal.

No sujeta, la piedra que el invierno ha tiznado
es el triste jalón del recinto minúsculo.
Esa tierra que hieren las azadas exhibe
sus entrañas desnudas de la hierba y la sombra;

ni esmaltadas alfombras ni el verdor hecho bóveda,
ni un arroyo en los bosques, ni frescor ni murmullo;
solamente seis tilos que el arado olvidó,
con un poco de hierba extendida a sus pies

dan en tiempo de otoño sombra tibia y escasa,
que es más grata a la frente bajo un cielo tan duro;
árboles que en sus frondas, en mi infancia feliz,
albergaron los sueños más hermosos que tuve.

En aquellos lugares que suspiran por agua
hay un pozo en la roca que el frescor nos esconde,
y allí el viejo, después, de muy largos esfuerzos,
mientras gime descansa su urna sobre el brocal;

la era donde el mayal sobre tierra pisada
bate rítmicamente las dispersas gavillas,
y la blanca paloma y el humilde gorrión
se disputan la espiga que el rastrillo olvidó;

y esparcidas por tierra, herramientas del campo,
yugos rotos y carros que duermen bajo porches,
ejes ya sin los rayos que quebró la rodada,
y la reja inservible que embotaron los surcos.

Nada alivia la vista de su estéril prisión,
ni las cúpulas áureas de soberbias ciudades,
ni la senda de polvo, ni a lo lejos un no,
ni los blancos tejados a la luz de la aurora.

Solamente esparcidos de distancia en distancia
los refugios agrestes que los pobres habitan,
junto a sendas estrechas que dispuso el desorden,
con tejados de bálago y paredes ahumadas,

se ven donde el anciano que se sienta a la puerta,
en su cuna de juncos duerme al niño que llora.
¡Una tierra sin sombra, sin colores los cielos,
unos valles sin agua! ¡Y allí está el corazón!

Éstos son los lugares, los sagrados parajes
de los cuales el alma rememora la imagen,
y que forjan de noche mis ensueños más bellos
hechizando los ojos con antiguas visiones.

Allí cada momento, cada aspecto del monte,
cada ruido que se alza por la noche en los campos,
cada mes que retorna como un paso del tiempo,
y hace verdes o mustia esos bosques y prados,

y la luna que mengua o que crece en la sombra,
y la estrella que asciende por la oscura colina,
los rebaños del monte que la escarcha ha expulsado
y que vuelven al valle con su andar vacilante,

viento, espino florido, hierba verde o marchita,
y la reja en el surco y en los prados el agua,
todo me habla una lengua que resuena aquí dentro,
con palabras que entienden los sentidos y el alma:

resonancias, perfumes, tempestades y rayos,
y peñascos, torrentes, y esas dulces imágenes
y esos viejos recuerdos que en nosotros dormitan,
que un lugar nos conservan y devuelven más dulce.

Allí está el corazón que se vuelve a encontrar;
todo allí me recuerda, me conoce y me ama.
Allí abundan amigos en todo este horizonte,
en cada árbol releo una historia pasada

y también cada piedra tiene un nombre que es suyo;
«¿qué más da que este nombre, como Palmira o Tebas,»
no recuerde los fastos de un imperio grandioso
ni la sangre vertida a la voz de un tirano

o esos grandes que el hombre llama azotes de Dios?
El lugar cuya trama nos cautiva la mente,
que aún rebosa de fastos que no olvida nuestra alma,
me parece tan grande como el campo glorioso

que fue cuna o sepulcro de un imperio inseguro.
¡Nada es vil! ¡Nada es grande! Todo el alma lo mide.
Al nombrar una choza puede un pecho agitarse,
y sobre monumentos de los héroes y dioses
el pastor pasa y silba y desvía los ojos.

He aquí el banco rústico que servía a mi padre,
y la sala que oyó su voz fuerte y severa,
cuando aquí los pastores, en sus rejas sentados,
le contaban los surcos hechos en cada hora;

o tal vez palpitante de sus días de gloria
nos contaba la historia de los regios cadalsos;
y aún viviendo el combate en que había luchado,
al contarnos su vida la virtud enseñaba.

Y el vacío lugar en que siempre mi madre,
al suspiro más leve de su casa salía
para hacernos llevar o la lana o el pan,
y vestir la indigencia o dar vida al hambriento;

y aquí están las cabañas donde su mano amante
las heridas curaba con aceite y con miel,
y muy cerca del lecho del anciano expirante
no dejaba de abrir ese libro que da

todavía esperanza al que deja la vida,
recogiendo suspiros que eran casi estertores
y llevando hacia Dios su postrera ansiedad,
y cogiendo la mano del menor de nosotros,

a la viuda y al niño, de rodillas ante ella,
les decía enjugando de sus ojos las lágrimas:
«Os doy un poco de oro, devolvedlo en plegarias.»
Y el umbral a la sombra donde nos acunaba,

y la rama de higuera que curvaba su mano,
y el estrecho sendero que cuando las campanas
en el templo lejano atronaban el alba,
tras sus pasos subíamos al altar del Señor

con el fin de ofrecerle dos inciensos muy puros
que eran nuestra inocencia junto con nuestra dicha.
Y su voz aquí misma, muy piadosa y solemne,
nos hablaba de un Dios que en la madre sentíamos,

señalando la espiga encerrada en su germen,
el racimo que daba su brebaje aromático,
la ternera" trocando plantas verdes en leche,
y la peña agrietada por manar de las fuentes,

y la lana de oveja que a las zarzas se roba
para así tapizar dulces nidos de pájaros,
y aquel sol siempre exacto en sus doce mansiones
repartiendo en su entorno estaciones y horas,

y esos astros nocturnos salvo a Dios incontables,
mundos que el pensamiento casi no osa escalar,
enseñaba la fe hija de agradecidos,
y hacía admirar a nuestra simple infancia

que el insecto invisible a los ojos y el astro
en los cielos tenían padre igual que nosotros.
Esos brezos y campos, esos prados y viñas
tienen muchos recuerdos y sus sombras amadas.

Aquí mismo jugaban mis hermanas, y el viento
las seguía jugando con sus rubios cabellos;
allí con los pastores en la cumbre del cerro
encendía fogatas con ramaje y espinos,

y mis ojos, pendientes de las llamas del fuego
las veían ondear horas y horas enteras.
Allí contra el furor del temible aquilón
este sauce vacío nos prestaba su tronco,

y yo oía silbar en su fronda ya muerta
brisas que aún rememora como música el alma.
Y aquí el álamo está, inclinado al abismo,
que en el tiempo de nidos nos mecía en su copa,

y el arroyo en los prados cuyas aguas dormidas
lentamente inundaban nuestras barcas de caña,
y la encina, la peña, el molino monótono,
y aquel muro que al sol, en los días de otoño,

me veía sentado, cerca de los ancianos,
contemplando el crepúsculo con atenta mirada.
Todo aún sigue en pie y en su sitio renace;
aún seguimos las huellas de mi andar por la arena;

sólo un corazón falta que lo pueda gozar.
¡Ay de mí! Que la luz disminuye y se pierde.
Como espigas en la era, dispersó la existencia
lejos de la paterna heredad a los hijos,

y a la madre también, y ese hogar tan amado
se parece a los nidos de los cuales ha huido
la veloz golondrina en los largos inviernos.
Ya la hierba que crece en las losas antiguas

borra en torno a los muros los senderos domésticos,
y la hiedra, flotando como un manto de luto,
cubre a medias la puerta y hasta invade el umbral.
Tal vez pronto... ¡Oh Dios mío, oh presagio funesto!,

tal vez pronto un extraño al que nadie conoce,
con el oro en la mano del lugar se hará dueño,
oh lugares que habitan, según nuestra memoria,
tantas sombras queridas, familiares, y entonces

todos nuestros recuerdos de las cunas y tumbas,
huirán a su voz igual que las palomas
echarán a volar de su nido en el árbol
de los bosques que el hacha abatió para siempre,

y que ya no sabrán donde van a posarse.
¡No permitas, Señor, tanto llanto y ofensa!
No toleres, Dios mío, que nuestra humilde herencia
pase de mano en mano a vil precio comprada,

como el techo de gentes que vivieron del vicio,
arruinados, o el campo que fue de unos proscritos.
Que un extraño avariento venga con paso altivo
y que pise el humilde surco que años atrás

fue también nuestra cuna sobre un campo de hierba,
a expoliar a los huérfanos, a contar sus monedas
donde sólo tenía la pobreza un tesoro,
blasfemando tu nombre aquí bajo estos pórticos

donde antaño mi madre enseñaba a la voz
de sus hijos los cánticos que exaltaban tu gloria.
Ah, prefiero cien veces que entregada a los vientos
penda roto el tejado sobre el muro decrépito;

que las flores mortuorias, los espinos, las malvas,
broten entre las ruinas de los atrios deshechos.
Que el lagarto dormido allí al sol se caliente,
que en las horas del sueño Filomela allí cante,

que el humilde gorrión y las fieles palomas
allí junten en paz bajo el ala a sus crías,
y que el ave del cielo tenga allí su nidada
donde antaño durmió la inocencia en su lecho.

Ah, si el número escrito por los altos destinos
alcanzara la edad de los blancos cabellos,
ojalá, feliz viejo, allí mengüen mis días
entre tales recuerdos de mis simples amores.

Y ojalá cuando sean los benditos tejados
y estos tristes escombros para mí solamente
todo un pueblo de sombras, ojalá pueda entonces
reencontrar en los nombres, en los mismos lugares,

tantos seres amados que los ojos no ven.
Y vosotros que acaso viviréis cuando yo
sea helada ceniza, si queréis dedicarme
algo grato al recuerdo, elevadme algún día...

Pero no, no elevéis nada que me recuerde;
sólo cerca del sitio donde duerme la humilde
esperanza de aquellos que llamamos cristianos,
en los campos cavadme ese lecho que quiero,

como el último surco donde va a germinar
otra vida. Extended sobre mí un lecho herboso
que el cordero del pueblo ramonee en primavera,
donde todos los pájaros que años ha mis hermanas

consiguieron que fueran del lugar habitantes,
aquí acudan a amar y también a cantar
en mis noches tranquilas. Y para señalar
mi lugar de reposo, que despeñen rodando

de las altas montañas un fragmento de roca;
sobre todo que no haya un cincel que lo talle
ni que borre ese musgo de los días antiguos
que oscurece su cara, y que al paso de inviernos,

incrustado en la piedra, dé en sus letras vivientes
una fecha a sus años; y que no haya ni cifras
ni mi nombre grabado en tal página agreste.
Ante la eternidad toda edad se confunde,

y Aquel que con su voz a los muertos despierta,
aunque falte mi nombre sé que no va a olvidarme.
Allí bajo mis cielos, al pie de las colinas
que cubrieron antaño con sus sombras mi cuna,

junto al suelo natal, junto al aire y al sol,
con un sueño muy leve esperaré el despertar.
Mi ceniza mezclada con la tierra que me ama
volverá a tener vida incluso antes que el alma,

será verde en los prados y color en las flores,
en las noches de estío beberá los perfumes
y los llantos del aire; y al llegar de aquel día
que no tiene crepúsculo la primera centella

que podrá despertarme a la aurora sin fin,
cuando se abran los ojos volveré a ver lugares
que en mi vida adoré y que vi tantas veces,
nuestra aldea y sus piedras con el fiel campanario,

la montaña y el cauce seco de este torrente,
y los campos resecos; y juntando ante mí
con la nueva mirada tantos seres queridos,
cuya sombra dormía aquí cerca entre escombros,

mis hermanas, un padre y una madre que es alma,
no dejando cenizas que conserve la tierra,
igual que el viajero desembarca y dirige
al navío miradas en las que hay gratitud,

nuestras voces dirán al unísono entonces
a todo este lugar que rebosa delicias
nuestro único adiós ya sin mezcla de lágrimas.

sábado, 30 de mayo de 2015

EXTASIARME

¡Bendito Dios! Como me has puesto sobre la tierra.
Un ser sagrado a tu semejanza me has dotado
y Tu espíritu a mi alma a circundado,
haciéndome sentir caricias como de brisa tierna.

Me instas a transcender las creencias que he adoptado,
para orientar en introspección al yo interno.
Guías mi vida, como la madre al niño, con amor sereno,
haciéndome sentir, de la Conciencia Superior, embelesado.

Para alcanzarte ¡oh Dios mío!, Señor del cielo y de la tierra,
debo purgar mi ego cascándole en la piedra de la vida,
haciendo germinar el yo sublime para irradiar conciencia
 
y transmitirla a todos los habitantes del planeta.
Es la forma sutil como deseas, ¡Padre Dios! arrobarme,
para que en oración pueda yo, de tu bondad, extasiarme.


26 de Noviembre de 2001 

martes, 19 de mayo de 2015

ANDRÉ MARIE CHÉNIER SANTI-LOMARCA


Nació en Gálata barrio de Karaköy en Estambul, el 30 de octubre de 1762 y murió en Paris, el 25 de julio de 1794, a la edad de 31 años. Hijo de Louis Chénier, comerciante y cónsul de Constantinopla y Marruecos; y de Elizabeth. Tuvo un hermano de nombre Marie Joseph (político y escritor). Estudió en el colegio Navarra de Paris. Acompañado de su hermano, incursiona en el mundo literario en el salón literario de su señora madre, que se jactaba de sus orígenes griegos. A ese salón literario lo visitaba los intelectuales más conocidos de ese momento como el poeta Lebrun-Pindare, el químico Lavoisier, el escritor Dorat, el compositor Lesueur, el pintor Jacques-Louis David.

Aún en su adolescencia, compuso elegías. En 1783 pasó efímeramente por el regimiento de Estrasburgo como cadete. Fue ejecutado durante el período de terror de la Revolución Francesa acusado de crimen contra el estado.

Fue un poeta clásico, sensual y emotivo; uno de los precursores del Romanticismo. La vida del poeta inspiró el libreto de la ópera del compositor Umberto Giordano; y la novela “La Historia de dos ciudades” de Charles Dickens.

En la biblioteca virtual Miguel de Cervantes, www.cervantesvirtual.com, hay un artículo que titula: EL LIRISMO EN LA POESIA FRANCESA por Emilio Pardo Bazán, lo transcribo totalmente sobre el poeta, porque es exactamente lo que se visualiza, cuando se estudia a André Chénier:

“He aquí, a Andrés Chénier, que habiendo tropezado con el Terror, y perdido la cabeza en el tropiezo, estuvo a pique de perder también la gloria, de quedar sumido en la penumbra. Andrés Chénier fue guillotinado en 1794, y hasta 1819 no se publican en volumen sus poesías, difícilmente salvadas y reunidas por manos amigas.
Con motivo de Andrés Chénier, y en mis lecciones en la Escuela de Estudios superiores del Ateneo, me atreví, hace bastantes años, a disentir del dictamen de Menéndez y Pelayo, que le considera como uno de los precursores del romanticismo. Después, en publicaciones de fecha posterior a este incidente, pude ver que críticos franceses de autoridad pensaban de Chénier lo mismo que yo; claro es, y huelga decirlo, que no porque se hubiesen enterado de mi opinión, cosa imposible; ni aun se habían impreso mis conferencias (de las cuales hice luego dos ediciones sucesivas). Lejos de parecerme un precursor romántico el autor del Oaristis, me parecía el último clásico, si esta palabra no se toma en un sentido estrecho y de escuela. Y hoy, confirmada en mi   -135-   primera impresión por más extensas y detenidas lecturas, lejos de situar a Chénier entre los precursores del romanticismo, creo, al contrario, que fue el poeta verdadero del siglo XVIII, aunque su época azarosa no le reconociese.
A tan insigne lírico, que no es romántico, hay, pues, que examinarle aisladamente del romanticismo.
Andrés Chénier nació en 1762, en Constantinopla, y fue guillotinado en 1794: no vivió, pues, más que treinta y un años, y puede decirse de él, sin faltar a la exactitud del lenguaje, que murió cuando podía dar mucho de sí; que es un poeta malogrado. Los críticos franceses, al indagar la razón de que sea incluido entre los precursores románticos, encuentran, entre otras, la de que el drama de su vida le prestó aureola de cisne inmolado, que exhala sus últimos cantos armoniosos en la agonía. El elemento romántico de Chénier era haber sido llevado al cadalso desde la prisión donde gemía también aquella joven cautiva, aquella señorita de Coigny, cantada en sus postreras estrofas. Mas el romanticismo no está en la vida, sino en la obra, y aun en la vida, Chénier no es un romántico, sino, lo mismo que en sus versos, un pagano, caracterizado perfectamente. Los jacobinos le arrastraron al patíbulo, porque era enemigo político suyo, el «ciudadano Chénier», que había entonado un himno a Carlota Corday, y se había mofado de las teatrales exequias de Marat. Odiosa fue la muerte dada al poeta, pero con menos motivo, y hasta sin ninguno, perecieron entonces no pocos. Chénier era  -136-   hombre de valor, y su espíritu de justicia protestó contra los excesos y la ferocidad de los terroristas; ni un momento cesó de condenarlos, con valor cívico nunca desmentido, hasta el último momento; esta aureola, digna de un Catón, es la que rodea su frente, en lugar del nimbo de romanticismo melancólico con que le han querido adornar. Si bien se mira, la actitud clásica de Chénier ante la libertad manchada por el crimen, es más hermosa que ninguna; y hay en ella poesía, directamente venida de la antigüedad que le había amamantado. Unos versos de Chénier, escritos en la prisión de San Lázaro, son particularmente expresivos, y le muestran empapado de la idea de que, según van las cosas, es necesaria, es estética su muerte. Con viva imagen, se compara al carnero sacrificado entre otros mil, y, olvidado en la carnicería, para ser servido, destilando sangre, al pueblo rey. Y volviéndose a sus amigos, después de agradecer que al través de las rejas le hayan dicho una palabra cariñosa, exclama: «Ya que todo es precipicio, vivid, amigos míos; vivid contentos, no penséis en seguirme. También yo, alguna vez, he apartado la mirada distraída del aspecto del infortunio. Mi desdicha, hoy, sería importunidad. Vivid en paz, amigos míos».
Así la poesía y el carácter de Andrés Chénier se identifican, y el soplo de antigüedad heroica, sublime, que encontramos en sus versos, no cesa de animar los actos de un hombre que no tembló, que no transigió con la bajeza, la crueldad y la iniquidad, y que lo pagó con su cuello. Actitud más noble, no la conoció el romanticismo.
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Por la índole de su poesía, y más aún, por sus aspiraciones, Chénier pudiera considerarse precursor, si no de los románticos puros, de otra escuela que nació de la evolución del romanticismo: la del arte por el arte. No otra cosa pudiera significar aquella meditación suya sobre «las causas y los efectos de la perfección y la decadencia de la literatura» y aquella esperanza de «ver renacer las buenas disciplinas». Esta idea de perfección, de buenas disciplinas, este afán de acopiar «oro y seda» para sus versos, son estética, pero no estética genuinamente romántica. Chénier no reclama la libertad tumultuaria, como los románticos, sino que vuelve a las fuentes del helenismo; sostiene la división de los géneros, y el respeto a sus límites; y sólo por esto se aparta ya a formidable distancia de los románticos. Su fuerte culto de la belleza hubiese rechazado, en el arte, los elementos complejos, lo feo, lo grotesco, que aclimató Víctor Hugo.
Es decir, que, por su ideal poético, Chénier no se confunde con los románticos ni un instante; y, por su mentalidad, pertenece del todo al siglo XVIII, hasta en los resabios y amaneramientos que cada época imprime a los hombres que mejor han de encarnarla. El espíritu de la Enciclopedia está difundido por las venas de aquel hombre que, como dijo Chenedollé, era «ateo con delicia». Como a tantos de su generación, la fe le parecía un conjunto de supersticiones, y los sacerdotes, embaucadores de oficio. Grande hubiese sido su asombro al presenciar el renacimiento religioso, que ya era inminente, que la Revolución   -138-   apresura. Sin embargo, debo hacer restricción, fundada en un curioso pasaje del fragmento de poema sobre la Superstición, en que sin ironía, al contrario, Chénier llama a Cristo «cordero sin mancilla, Dios salvador del hombre» y al Sacramento «cuerpo sagrado, celeste manjar». Si hay en ello algo más que retórica, lo sabrá quien saberlo puede. Yo me limito a notar el detalle extraño.
Así, pues, los pensamientos nuevos que quería Chénier traducir en versos antiguos, el vino nuevo que quería encerrar en viejas ánforas, era el espíritu del siglo en que le tocó vivir. Entre Grecia y la Enciclopedia, y, acoplando estos dos elementos, está Andrés Chénier.
Y en esto se distingue de los demás de su tiempo, que procedían, en su clasicismo, del Renacimiento en sus fuentes latinas. Si Chénier nace diez años antes, y tiene tiempo de desenvolverse plenamente, el siglo XVIII hubiese poseído, por lo menos, un gran poeta en verso; y se hubiese redimido de la mancha de esterilidad que tanto se le ha echado en cara.
En muchos respectos, no sólo no es un precursor romántico Andrés Chénier, sino que pudiera ponérsele en contraste con los románticos que se acercan, Chateaubriand, Lamartine. «El arte antiguo -viene a decir un crítico de fina percepción, Pablo Albert- es ante todo medida, sobriedad, proporciones exquisitas, limpidez transparente. Por estos dones el ideal griego se impuso al gusto y a la fantasía de Andrés Chénier, mente nítida y clara, nada flotante, que aborrece   -139-   la vaguedad; enamorado de la perfección, y que, sin impaciencia de producir, corregía y pulía incesantemente. Chénier es un puro pagano. Devolvámosle al siglo XVIII, pero aislémosle en él».
Y le aísla, en efecto, algo que no dudo en llamar el genio, esa chispa de fuego, que no encuentro en ningún poeta de sus contemporáneos. Genial es, en Chénier, medio griego de raza, pues griega era su madre, la originalidad de haber remontado desde el primer instante, la corriente del clasicismo, para llegar a la antigüedad, en su manantial helénico, en su propio surgidero.

Cuando murió quedaron de él algunos poemas esparcidos, como capiteles rotos que atestiguan la existencia de un templo apolíneo; sus poesías andaban dispersas en varias manos; las carteras que contenían su colección se perdieron al ingresar en la cárcel el poeta; un sinnúmero de dificultades estorbaron la publicación, que, como sabemos, no se realizó hasta veinticinco años después.
La musa de Chénier no afectó emoción, era noble y estética, pero no elegíaca; sus acentos son de bronce; no hay poesía más enérgica que su canto a la Revolución triunfante; nada más artísticamente pagano y profano que el Oaristis; nada más penetrado del culto sacro del numen que en El ciego; nada más expresivo que La libertad, significada en el joven pastor a quien no interesa la vida porque es esclavo; pero, dentro de la clásica sencillez, la ternura aparece en el bello poema del Joven enfermo, menos sentido que el otro, tan diferente, en que Heine nos cuenta cómo la madre pide a la Virgen que cure el corazón de su   -140-   hijo. Sentimiento contenido y sobrio lo encontramos en La joven Tarentina y en Inais, poemitas cuyo fondo es el mismo de la Rosa, de Malherbe: la juventud sorprendida por la muerte, la melancolía de la flor cortada tan temprana. Hay, entre las poesías de Chénier, una, no de las mejores, titulada La lámpara, que sería curioso comparar a las Noches, de Alfredo de Musset; su asunto es el mismo: un desengaño, una traición femenina; veríamos entonces qué camino ha recorrido el tema lírico desde el siglo XVIII al XIX. Poemas de sentimiento, de Chénier, son las dos bellas elegías, escritas en la prisión y dedicadas ambas a la señorita de Coigny, la joven cautiva, que no quería morir aún, y por quien el poeta no quería morir tampoco. Sea o no auténtica la leyenda que se basa en estas elegías, su encanto de tristeza reprimida, sobria, me parece intensísimo.
El mismo atractivo de cosa vivida, real, tienen los mismas versos en que Chénier espera la muerte sin fanfarronería (ya en otro tiempo había confesado serenamente su apego a la vida), pero sin miedo cobarde. Lo que siente, lo que deplora, es morir sin vaciar su caja, sin atravesar con sus dardos, sin patear en su fango mismo a esos verdugos emborronadores de leyes, esos tiranos que degüellan a la patria, y sin derramar la hiel y la bilis de su cólera contra los perversos. Momentos antes de salir para el suplicio, Chénier describe en versos hermosos y límpidos el terrible instante, y el poema ha quedado incompleto, porque, en efecto, antes que la hora haya recorrido los sesenta pasos que limitan su ruta, el mensajero de muerte,   -141-   el negro reclutador de sombras, llenó con el nombre del poeta los largos pasillos tenebrosos de la cárcel. No hay acaso un documento literario más palpitante de verdad en toda la literatura francesa; a su lado, parece ficticia la poesía romántica.
Alfredo le Vigny decía que se sentía consolado de la muerte de Andrés Chénier, sabiendo que el mundo que se llevaba a la tumba, y por el cual exclamaba, hiriéndose la frente, « ¡Aquí hay algo!», era un poemazo interminable, y que la Providencia, al ver que Chénier desmerecería, le puso punto final. En efecto, ese poema de Hermes, que dejó en apuntes y fragmentos, nos revela a un Andrés Chénier que, no siendo ya un artista puro, quiere versificar las ideas de su siglo, o al menos aquellas que aparecen dominándolo y caracterizándolo. Igual propósito puede observarse en bastantes prosistas y poetas de aquella centuria, hasta en Delille. Un poema sobre la «naturaleza de las cosas», una empresa enciclopédica, estaba en el aire. Pero ninguno de los que se lo propusieron era un Lucrecio: no lo era Buffon, no lo era Fontanes, no lo era ni el mismo Andrés Chénier. Este plan del poema interminable, que ha de tentar a Lamartine, a Quinet, a Víctor Hugo, lleva consigo el fracaso.
Según los planes que se han conservado, Chénier seguía el mismo camino que Delille, en sus Tres reinos. Iba a engolfarse en la poesía descriptiva y científica, atiborrada de fisiología, química y física, y donde los «átomos de vida» desempeñan principal papel. Y, al pintar el origen de las religiones, quería, como buen discípulo de los   -142-   enciclopedistas, mostrar una vasta superchería, un complot fraguado en los templos para engañar al género humano. Con estos materiales pensó fundir campanas rivales del trueno, y a nosotros nos hubiese alcanzado el tañido, porque nos ponía como digan dueñas por lo que en América nos atrevimos a hacer.
Si es problemático que Hermes añadiese nada a la gloria de Chénier, en cambio, como poeta lírico, hay que saludar en él a un ejemplar único en el período en que apareció, y convenir con Sainte Beuve en que debe aplicársele la profecía de Lebrun, (a quien su benévola generación llamó Lebrun-Píndaro), y que se expresaba así, en un discurso sobre Tibulo: «Acaso, cuando esto escribo, un autor, realmente animado del ansia de gloria, desdeñando los éxitos frívolos, compone en el silencio de su gabinete una obra realmente inmortal, de la cual hablará el porvenir». El año anterior a la predicción, había nacido Andrés Chénier.
Antes de cerrar este estudio sobre Chénier, recordaré que se ha dicho con insistencia que sus versos fueron retocados y hasta fabricados en gran parte por Enrique de la Touche (que, por cierto, no se llamaba Enrique, sino Jacinto). Este literato fue el que en 1819 hubo de revisar y preparar para la publicación las obras de Andrés Chénier. Que modificó y aun adicionó aquellas poesías póstumas del vate guillotinado, es cosa que nadie niega: la discusión versa únicamente sobre la cantidad e importancia de esas adiciones.
Lo que dio cuerpo a la suposición de que hubiese   -143-   en las poesías de Chénier mucho de Latouche, fue: en primer término, el haber dicho José Chénier que existía muy poco publicable en los manuscritos de su hermano; el haberse hecho eco Béranger, que no era maldiciente, de esta versión; y por último, la conocida habilidad de Latouche para el pasticcio o imitación literaria, en la cual se ejercitó, publicando como de otros autores, y algunos célebres, trabajos suyos. Lo más importante que se le atribuye como colaborador (otros han dicho inventor), de Andrés Chénier, es la paternidad completa de la famosa composición que interrumpe la llegada de la carreta fatal. «No comprendo -dice Béranger- cómo esto no lo han visto los que juzgan a sangre fría la obra de Chénier».
Latouche no logró nunca extensa fama, y sería por cierta extraña cosa que mereciese la celebridad por una superchería. Aun cuando nadie niega que haya limado, corregido, y hasta variado no poco en la colección póstuma de Chénier, la realidad de las aserciones contradictorias será de difícil depuración, y la discusión acerca de este punto de Historia Literaria, se renovará periódicamente. Con otros muchos sucede lo mismo, y serán enigmas perpetuos.
Las Obras completas de Andrés Chénier vieron la luz en París, 1819; edición Beaudoin hermanos. En 1826 se publicaron las Obras póstumas, en París, editor Guillaume. En 1833 se publicaron lasPóstumas e inéditas, dos volúmenes, de Charpentier y Renduel. En 1840, editor Gosselin, se publicaron sus obras en prosa y su proceso. En   -144-   1862 y luego en 1872, vieron la luz dos ediciones de la crítica, de Becq de Fouquiéres. Aun pudiera registrarse otras ediciones, posteriores. Y para consultar acerca de Andrés Chénier, vean los Retratos literarios y contemporáneos, de Sainte Beuve; las Cartas griegas de Madama Chénier, y estudio sobre su vida, por R. de Bonniéres, París, 1879; O. de Vallée, Andrés Chénier y los jacobinos, París, 1881; Faguet, El siglo XVIII y Andrés Chénier, París, sin fecha; y la edición de clásicos populares, Andrés Chénier, por Pablo Morillot.
Téngase en cuenta que la mayor parte de los escritos de Chénier se ha perdido, y que existen muchos papeles suyos depositados en la Biblioteca Nacional de París, y que no han sido comunicados todavía.” 
André Chénier, como secretario de la Embajada Francesa en Londres, desarrolló toda su vena literaria; conoció la nobleza inglesa, la cual no le agradó. Se empieza a verter sobre él, sus principios y sentimientos revolucionarios; al regresar a Paris en 1790, se adhiere a la revolución y cae a la “Época del Terror” estimulada por Jean Paul Marat y liderada por Maximilien de Roberspierre, líder de los jacobinos, a quien Chénier criticó en sus artículos para Le Moniteur. Artículos que motivaron su encarcelamiento en la prisión de San Lázaro en 1794 bajo los cargos de traición a la Revolución. En la cárcel conoce a Anne Francoise de Coigny, quien se convirtió en la musa inspiradora de gran parte de la poesía que escribiera en el presidio o cautiverio. Ahí nace “Le Jeune Captive” (La Joven Cautiva), es la expresión de la desesperación ante la inminente condena de muerte. Luigi Illica se inspiró en este tema para escribir las letras del aria final del poeta en la ópera (Come un bel di  Maggio)

He tomado de traducciones poéticas dos poemas traducidos por Miguel Antonio Caro, excelente traductor, que a más de ser escritor, es uno de los grandes filólogos y políticos colombiano. Digo esto porque me encontré en la Internet la poesía en francés de “La joven Tarentina” con una traducción al español poco encantadora; más sin embargo, también la enseño. El lector dirá la última palabra:


La joven cautiva
de André Chénier
Nota: Traducción de Miguel Antonio Caro incluida en el libro Traducciones poéticas (1889).


 Se alza la espiga naciente
Y hoz no la toca impaciente,
Y el pámpano en la ladera
La estación disfruta entera
Que el cielo le concedió.
También soy bella, estoy joven;
No es tiempo de que me roben
La vida; y aunque mis ojos
Sólo ven ruinas y abrojos,
Aun no quiero morir yo.

Arrostre el estoico fuerte
Con faz enjuta la muerte:
Yo, mujer, lloro y espero;
Si vendaval sopla fiero,
Me encojo, y cubro mi sien.
Si horas hay de amargo llanto,
Otras son tan dulces, ¡tanto!
¿Qué bien no tuvo sus penas?
Ondas que duermen serenas
Guardan borrascas también.

Breve trecho andado queda
De esta frondosa arboleda
Del camino de mi vida;
¡Tan distante la salida
Que aun no se descubre allá!
Al festín en este instante
Sentada, el labio anhelante.
Entre la festiva tropa,
Apenas llegué á la copa
Que en mis manos llena está.

Hoy luce mi primavera;
Cual astro que su carrera
Consuma, y llega á su ocaso,
Quiero gozar, paso á paso.
De todo lo por venir.
Hoy es mi primer mañana;
Yo flor esbelta y lozana,
De que el jardín hace alarde,
Ver de mi vida la tarde
Quiero, y entonces morir.

Así se queja y suspira
Cautiva joven que mira
El amago de la muerte,
Y mientras llora su suerte,
Torna mi lira á soñar.
Cautivo, postrado, mudo,
El desaliento sacudo,
Y vierto en medido canto
Aquel candoroso llanto,
Aquel dulce lamentar.

El sol de Mayo
de André Chénier
Nota: Traducción de Miguel Antonio Caro incluída en el libro Traducciones poéticas (1889).


¡Oh pórticos! ¡Oh mármoles vivientes!
¡Oh bosques de Versalles!
¡Sitios más deleitosos y rientes
Que los Elíseos valles!

Los dioses y los reyes á porfía,
Recinto almo y sereno,
Tesoros de hermosura y lozanía
Vertieron en tu seno.

Frescura, al verte, y suavidad recibe
El pensamiento mío,
Y como hierba lánguida revive
A quien bañó el rocío.

No anhelo de París la varia escena:
Quiero ver á mis Lares
Bajo tu sombra reposar amena
En rústicos hogares,

De donde al campo, yo, circunvecino
Llevar tranquilo pueda
Los pasos, estrechándome el camino
Tresdoblada alameda.

¿Dónde están de ciudad armipotente
Las regias maravillas ?....
Regalas tú con aromado ambiente,
Con trofeos no brillas.

El apacible sueño, el manso olvido,
El estudio y el arte,
Castas divinidades, han venido
Por suyo á consagrarte.

¡Ay! ociosa indolencia me devora,
Y cosechar no intento
El fruto sazonado que elabora
Activo entendimiento.

Consumido de tedio me abandono;
Ni gárrula alabanza,
Ni públicos favores ambiciono;
Ha muerto la esperanza.

Y sólo ya la sombra taciturna
Dulce parece á un alma
Desengañada; la quietud nocturna,
La solitaria calma.

Si es vivir mi destino, en paz profunda
Calladamente viva;
Cebe amor de mi antorcha moribunda
La llama fugitiva.

Amo, ¡oh placer! Y tú, rincón florido,
Aquella imagen pura
Conoces; aquel nombre tú has oído
De inefable dulzura,

Que á tu silencio tímido confío
Cuando de tarde vengo,
Y en pensar que la he visto me extasío
O que de verla tengo.

Si por ella mi labio amor suspira,
Tus umbríos boscajes
En ecos dignos de celeste lira
La ofrendan homenajes.

Por ella la onda sacra de armonías
Que tierra y cielo inunda,
Hoy de mis labios como en otros días
Torna á correr fecunda.


¡Oh! si el que ama el honor y la justicia,
Cuando el malvado impera
De olvidar y vivir á la delicia
El pecho abrir pudiera,

Tu silencio, Versalles, tus risueños
Asilos de verdura,
Nido fueran de cándidos ensueños
Y de perenne holgura.

Mas tus alegres ámbitos, el verde
Césped, la fresca gruta,
Todo sus galas ¡ay! súbito pierde
Y á mis ojos se enluta;

¡Y de un pueblo inocente, acuchillado
Por tribunal sangriento,
Pasar veo delante el no vengado
Espectro macilento!


La jeune Tarentine


Pleurez, doux alcyons, ô vous, oiseaux sacrés,

Oiseaux chers à Thétis, doux alcyons, pleurez.
  
Elle a vécu, Myrto, la jeune Tarentine.

Un vaisseau la portait aux bords de Camarine.

Là l'hymen, les chansons, les flûtes, lentement,
Devaient la reconduire au seuil de son amant.

Une clef vigilante a pour cette journée
Dans le cèdre enfermé sa robe d'hyménée
Et l'or dont au festin ses bras seraient parés
Et pour ses blonds cheveux les parfums préparés.
Mais, seule sur la proue, invoquant les étoiles,
Le vent impétueux qui soufflait dans les voiles
L'enveloppe. Étonnée, et loin des matelots,
Elle crie, elle tombe, elle est au sein des flots.


Elle est au sein des flots, la jeune Tarentine.

Son beau corps a roulé sous la vague marine.

Thétis, les yeux en pleurs, dans le creux d'un rocher

Aux monstres dévorants eut soin de la cacher.

Par ses ordres bientôt les belles Néréides

L'élèvent au-dessus des demeures humides,

Le portent au rivage, et dans ce monument

L'ont, au cap du Zéphir, déposé mollement.


Puis de loin à grands cris appelant leurs compagnes,

Et les Nymphes des bois, des sources, des montagnes,

Toutes frappant leur sein et traînant un long deuil,

Répétèrent : « hélas ! » autour de son cercueil.

Hélas ! chez ton amant tu n'es point ramenée.


Tu n'as point revêtu ta robe d'hyménée.

L'or autour de tes bras n'a point serré de nœuds.

Les doux parfums n'ont point coulé sur tes cheveux.

La joven tarentina

Llorad, dulces alciones, oh pájaros sagrados,

Llorad, dulces alciones, de Thetis bien amados.


Supo Myrto de vida, la joven tarentina.

Llevábala la nave a playas camarinas.

Lentamente himeneo, canciones, la sonante
Flauta conducirla debíanla a su amante.

La llave vigilante guardó hasta ese momento
En el cofre de cedro su ajuar de casamiento,
Y el oro que habría sus brazos adornado
Y para los cabellos aromas preparados.
Pero, sola en la proa, invocando a los cielos,
El impetuoso viento que echa velas al vuelo,
La envuelve. De repente se ha quedado sola,
Y grita y cae y se hunde en el seno de las olas.   


Al seno de las olas la joven tarentina.

Su bello cuerpo cubre la hondonada marina.

En hoyos pétreos Thetis no cesa de llorarla,

De monstruos voraces se apresura a ocultarla.

A sus órdenes pronto las Nereidas ornadas

La elevan por encima de húmedas moradas,

Y en ese monumento cercano a la ribera

La dejan dulcemente, del Céfiro a la vera.

Después a grandes gritos llaman a sus hermanas,

Y ninfas de los bosques, de riscos, de fontanas,

Golpeándose los senos, un gran luto llevando,

Un “¡ay!” en torno suyo repiten sollozando.

¡Ay, ay! Hasta tu amante ya no serás llevada

Y no tendrás las galas que visten las casadas.

El oro no dará a tus brazos sus destellos,

Ni pregnarán los dulces perfumes tus cabellos.










SENDEROS PRIMAVERALES

  Fuente Escondida Iba recorriendo senderos primaverales una tarde florida… Cuando en una fuente escondida hallé, en ensortijados de e...