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viernes, 29 de enero de 2016

LEOPOLDO LUGONES

Poeta, ensayista, periodista y político argentino, nació en Villa de María de Río Seco (Córdoba) el 13 de junio de 1874 y se suicidó en el Tigre, San Fernando, provincia de Buenos Aires, el 18 de febrero de 1938, a la edad de 64 años. Hijo de Santiago y Custodia Argüello.

En el período de la niñez cuando su docilidad era sometida al seno de su hogar, fue trasladado a Santiago del Estero, y luego a Ojo de Agua, un villorrio de pocos habitantes y en donde cursó su primaria. Se destacó por su memoria, la lectura y las ciencias naturales. Fue amenizador de tertulias familiares y de amigos.

Luego sus padres lo trasladaron a Córdoba con su abuela materna, por poco tiempo, para realizar los estudios superiores. Sus padres se trasladaron también a este sitio y rehicieron el hogar familiar.

En 1892, el hogar pasó por una crítica situación económica y Leopoldo tuvo que empezar a trabajar para asistirlo, situación que lo llevó a convertirse en un autodidacta. Esto abrió el horizonte para ingresar a la vida pública, recitar su primera composición en el teatro Indarte, dirigir el periódico liberal anticlerical “El Pensamiento Libre” y alistarse voluntariamente para enfrentar a las fuerzas radicales sublevadas en Rosario. 

Se convierte en payador (cantador popular que acompañándose con una guitarra y generalmente en contrapunto con otro, improvisa sobre temas variados). Publica versos con seudónimo de Gil Paz, promueve huelgas estudiantiles y funda el Centro Socialista.

En 1896, en Buenos Aires, contrae matrimonio con Juana González con la que formó una unión marital basada en el principio de la fidelidad; de esta unión nace Leopoldito o Leopoldo Jr., único heredero y recordado en Argentina por haber instaurado la picana eléctrica, método de tortura en Argentina. Todo era fidelidad hasta el año 1926, cuando la joven Emilia Santiago Cadelago se acercó a la biblioteca del maestro, para solicitarle un libro suyo denominado “Lunario Sentimental” para su tesis universitaria. Recibió  no el libro solicitado sino “Las Horas Doradas”. Eso no importaba, sino el encuentro; era el principio de una gran romance; cuando quiso recuperar a su primer amor, le fue esquivo y esto motivó el suicidio.

Se une al grupo socialista de escritores en donde comparte con Ernesto de la Córcova, Roberto Payró, José Ingenieros, entre otros. Fue gran amigo de Rubén Darío a los 22 años, y promovido por este, a escribir en el periódico La Nación. También hacía escritos para los periódicos La Vanguardia y para La Tribuna.

En 1897, publica el libro Las Montañas del Oro con influencia del romanticismo francés. Versos medidos y libres, prosa poética e inicio del modernismo. También se muestra en Crepúsculos del Jardín (1905) y Lunario Sentimental (1909). Influencia modernista hispanoamericana y a nuevas corrientes literarias francesas: Parnasianismo, simbolismo, decadentismo

Antes en 1906, el poeta muestra sus habilidades para escribir cuentos de misterios, que se muestran en su obra Las Fuerzas Extrañas.

En 1910, hay un quiebre en su trabajo, con Las Odas Seculares, exaltación de las riquezas argentinas inspiradas en Virgilio.

En 1912, El Libro Fiel, lo vuelve intimista y cotidiano. En los libros Los Paisajes (1917), Las Horas Doradas (1922), Romances del Río Seco (obra póstuma) se muestra una poesía narrativa.

Como cuentista escribe Las Fuerzas Extrañas (1906) y Cuentos Fatales (1926), desarrollando la literatura fantástica, que lo liga con Horacio Quiroga y anuncia a Jorge Luis Borges a Julio Cortázar y Adolfo Bioy.

Escribe la novela El Ángel de la Sombra (1926). Traduce parte de la Ilíada de Homero.

Su pensamiento político se encuentra en los libros Mi Beligerancia, en la Patria Fuerte y en La Grande Argentina.

Su obra poética es muy amplia, se puede mencionar:


EL HORNERO

La casita del hornero
tiene alcoba y tiene sala.
En la alcoba la hembra instala
justamente el nido entero.

En la sala, muy orondo,
el padre guarda la puerta,
con su camisa entreabierta
sobre su buche redondo.


Lleva siempre un poco viejo
su traje aseado y sencillo,
que, con tanto hacer ladrillo,
se la habrá puesto bermejo.

Elige como un artista
el gajo de un sauce añoso,
o en el poste rumoroso
se vuelve telegrafista.

Allá, si el barro está blando,
canta su gozo sincero.
Yo quisiera ser hornero
y hacer mí choza cantando.

Así le sale bien todo,
y así, en su honrado desvelo,
trabaja mirando al cielo
en el agua de su lodo.

Por fuera la construcción,
como una cabeza crece,
mientras, por dentro, parece
un tosco y buen corazón.

Pues como su casa es centro
de todo amor y destreza,
la saca de su cabeza
y el corazón pone adentro.

La trabaja en paja y barro,
lindamente la trabaja,
que en el barro y en la paja
es arquitecto bizarro.


La casita del hornero
tiene sala y tiene alcoba,
y aunque en ella no hay escoba,
limpia está con todo esmero.

Concluyó el hornero el horno,
y con el último toque,
le deja áspero el revoque
contra el frío y el bochorno.

Ya explora al vuelo el circuito,
ya, cobre la tierra lisa,
con tal fuerza y garbo pisa,
que parece un martillito.

La choza se orea, en tanto,
esperando a su señora,
que elegante y avizora,
llena su humildad de encanto.

Y cuando acaba, jovial,
de arreglarla a su deseo,
le pone con un gorjeo
su vajilla de cristal.

EL PICAFLOR

Run... dun, run... dun... Y al tremolar sonoro
Del vuelo audaz y como un dardo, intenso,
Surgió de pronto, ante una flor suspenso,
En vibrante ascua de esmeralda y oro.

Fue color... luz... color... A un brusco giro,
Un haz de sol lo arrebató al soslayo;
Y al desaparecer con aquel rayo,
Su ascua fugaz carbonizó en zafiro.

Bajo la calma del sueño,
calma lunar de luminosa seda,
la noche como si fuera
el blanco cuerpo del silencio,
dulcemente en la inmensidad se acuesta.
Y desata su cabellera,
en prodigioso follaje de alamedas.

Nada vive sino el ojo
del reloj en la torre tétrica,
profundizando inútilmente el infinito
como un agujero abierto en la arena.
El infinito.
Rodado por las ruedas de los relojes,
como un carro que nunca llega.

La luna cava un blanco abismo
de quietud, en cuya cuenca
las cosas son cadáveres
y las sombras viven como ideas.
Y uno se pasma de lo próxima
que está la muerte en la blancura aquella.
De lo bello que es el mundo
poseído por la antigüedad de la luna llena.
Y el ansia tristísima de ser amado,
en el corazón doloroso tiembla.

Hay una ciudad en el aire,
una ciudad casi invisible suspensa,
cuyos vagos perfiles
sobre la clara noche transparentan,
como las rayas de agua en un pliego,
su cristalización poliédrica.
Una ciudad tan lejana,
que angustia con su absurda presencia.

¿Es una ciudad o un buque
en el que fuésemos abandonando la tierra,
callados y felices,
y con tal pureza,
que sólo nuestras almas
en la blancura plenilunar vivieran?...

Y de pronto cruza un vago
estremecimiento por la luz serena.
Las líneas se desvanecen,
la inmensidad cambiase en blanca piedra
y sólo permanece en la noche aciaga
la certidumbre de tu ausencia.



1 comentario:

  1. A Leopoldo Lugones


    Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca. De una manera casi física siento la gravitación de los libros, el ámbito sereno de un orden, el tiempo disecado y conservado mágicamente. A izquierda y a derecha, absortos en su lúcido sueño, se perfilan los rostros momentáneos de los lectores, a la luz de las lámparas estudiosas, como en la hipálage de Milton. Recuerdo haber recordado ya esa figura, en este lugar, y después aquel otro epíteto que también define por el contorno, el árido camello del Lunario, y después aquel hexámetro de la Eneida, que maneja y supera el mismo artificio:

    Ibant obscuri sola sub nocte per umbram.

    Estas reflexiones me dejan en la puerta de su despacho. Entro; cambiamos unas cuantas convencionales y cordiales palabras y le doy este libro. Si no me engaño, usted no me malquería, Lugones, y le hubiera gustado que le gustara algún trabajo mío. Ello no ocurrió nunca, pero esta vez usted vuelve las páginas y lee con aprobación algún verso, acaso porque en él ha reconocido su propia voz, acaso porque la práctica deficiente le importa menos que la sana teoría.

    En este punto se deshace mi sueño, como el agua en el agua. La vasta biblioteca que me rodea está en la calle México, no en la calle Rodríguez Peña, y usted, Lugones, se mató a principios del treinta y ocho. Mi vanidad y mi nostalgia han armado una escena imposible. Así será (me digo) pero mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos y la cronología se perderá en un orbe de símbolos y de algún modo será justo afirmar que yo le he traído este libro y que usted lo ha aceptado.



    J.L.B.

    Buenos Aires, 9 de agosto de 1960.




    De: El hacedor (1960)



    JORGE LUIS BORGES

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